Acabo de terminar de ver la serie "Breaking bad" (2008-2013) y tengo que darle la razón a todos aquellos que señalan que es una de las mejores series de televisión que se han visto. Es cierto que, como en una novela, hay cosas que se pudieron omitir o cabos sueltos que flotan en el aire o ciertos quiebres en la historia o el accionar de un personaje que resultan algo inverosímiles, pero aún así es una excelente serie que retrata muy bien, a través de su personaje principal Walter White (Bryan Cranston), la premisa del título "Breaking bad" que significa "corrompiéndose" o "volviéndose malo".
No voy a indicar de qué trata la serie, pues hay abundante información al respecto, pero resulta sorprendente el cambio que sufre este profesor de Química que, tras ser diagnósticado de cáncer, cambia abruptamente su vida y se vuelve productor de metanfetamina con el fin de asegurar el futuro de su familia. Sin embargo, en el trayecto va gustándole ese tipo de vida y su pérdida de principios y escrúpulos se hace patente hasta terminar afectando a lo que más quiere: su familia.
Dividida en cinco temporadas, pensé en un inicio que la última temporada resultaba forzada pero me equivoqué. Los últimos diez capitulos (de los 16) son excelentes, con un ritmo trepidante y los personajes principales (en especial, Walter White) son puestos en situaciones extremas que tienen a los televidentes en vilo. A lo largo de la serie, uno no puede dejar de criticar la conducta del protagonista, pero a su vez tampoco puede dejar de sentir cierta empatía y comprender en parte por qué termina tomando el camino "equivocado". Asimismo, las actuaciones del elenco es formidable (Jesse Pinkman, la mujer de Walter White, el oficial de la DEA y cuñado de White, etc.) y la producción y parte técnica es de primera calidad. Todo esto hace que "Breaking bad" se convierta en un magnífico tratado del alma oscura y contradictoria que encierra todo ser humano.
domingo, 29 de marzo de 2015
jueves, 26 de marzo de 2015
El canalla sentimental
Jaime Bayly (Lima, 1965) tiene como principal virtud su perseverancia en el oficio de escribir. Irrumpió en 1994 con "No se lo digas a nadie" y desde entonces no ha parado de publicar. Hasta la fecha tiene publicadas 13 novelas y un libro de poemas. Acabo de leer "El canalla sentimental" (2008, editorial Planeta) y se aprecia una madurez com escritor, que ya se apreciaba en su novela anterior "Y de repente, un ángel", desde mi punto de vista su novela más lograda.
"El canalla sentimental" no tiene una trama clara, sino que aborda la vida del escritor y presentador de televisión Jaime Baylys. En pequeños capítulos o viñetas, el protagonista-narrador nos va contando cómo se desarrolla su vida a través de escenas cotidianas que se desarrollan en Miami, Lima y Buenos Aires. Y nos relata sus relaciones con su ex esposa Sofía y sus hijas Lola y Camila, su pareja Martín y sus ocasionales amantes. Es cierto que no hay continuidad lineal en la historia, sino que hay, a veces, cambios en el tiempo o digresiones a su infancia o simplemente al pasado. Además, la novela está poblada de escenas cotidianas del protagonista, en los que conocemos más la interioridad de este: por ejemplo, su problema para dormir por el frío, las pastillas que debe tomar para dormir, sus problemas con los vecinos, los constantes viajes que van minando su salud, el conflicto con su padre, su relación con su madre, el canto de un pájaro que no lo deja dormir. Pero, sobre todo, y tal como señala el título de la novela, esta gira sobre las relaciones que tiene con su ex esposa e hijas y su pareja Martín. Y a pesar que los quiere, los conflictos son inevitables y muchas veces se ve actuando como un "canalla sentimental", lleno de manías, que piensa solo en sí mismo.
"El canalla sentimental" es una novela que tiene páginas bien escritas y coge vuelo conforme transcurre la historia. En ese momento, uno piensa que esta podría ser la mejor novela de Bayly, sin embargo el desenlace o la parte final decae en intensidad y eso hace que solo sea una novela regular. Me sigo quedando con "De repente, un ángel" y la hilarante "Los últimos días de La Prensa". A pesar de eso, "El canalla sentimental" es un libro divertido, entretenido que tiene buenos momentos y que es superior a su fallida novela "La lluvia del tiempo" (2013).
"El canalla sentimental" no tiene una trama clara, sino que aborda la vida del escritor y presentador de televisión Jaime Baylys. En pequeños capítulos o viñetas, el protagonista-narrador nos va contando cómo se desarrolla su vida a través de escenas cotidianas que se desarrollan en Miami, Lima y Buenos Aires. Y nos relata sus relaciones con su ex esposa Sofía y sus hijas Lola y Camila, su pareja Martín y sus ocasionales amantes. Es cierto que no hay continuidad lineal en la historia, sino que hay, a veces, cambios en el tiempo o digresiones a su infancia o simplemente al pasado. Además, la novela está poblada de escenas cotidianas del protagonista, en los que conocemos más la interioridad de este: por ejemplo, su problema para dormir por el frío, las pastillas que debe tomar para dormir, sus problemas con los vecinos, los constantes viajes que van minando su salud, el conflicto con su padre, su relación con su madre, el canto de un pájaro que no lo deja dormir. Pero, sobre todo, y tal como señala el título de la novela, esta gira sobre las relaciones que tiene con su ex esposa e hijas y su pareja Martín. Y a pesar que los quiere, los conflictos son inevitables y muchas veces se ve actuando como un "canalla sentimental", lleno de manías, que piensa solo en sí mismo.
"El canalla sentimental" es una novela que tiene páginas bien escritas y coge vuelo conforme transcurre la historia. En ese momento, uno piensa que esta podría ser la mejor novela de Bayly, sin embargo el desenlace o la parte final decae en intensidad y eso hace que solo sea una novela regular. Me sigo quedando con "De repente, un ángel" y la hilarante "Los últimos días de La Prensa". A pesar de eso, "El canalla sentimental" es un libro divertido, entretenido que tiene buenos momentos y que es superior a su fallida novela "La lluvia del tiempo" (2013).
jueves, 19 de marzo de 2015
Dana (parte 3)
En el verano de 1998, con el fondo musical de “Todas las flores” de Presuntos Implicados, salí con Dana al cine en cuatro ocasiones. A partir de la segunda cita, decidimos ir a ver Titanic, que era un gran éxito de taquilla en ese momento. Sin embargo, siempre que íbamos al cine, en Miraflores, las entradas estaban agotadas y había un mar de gente haciendo cola. Solo en la última salida logramos nuestro propósito.
Normalmente,
la rutina era llamarla y quedar para un martes o jueves (ambos estábamos de
vacaciones). Luego nos encontrábamos en el Burger King que estaba al costado de
la Universidad Ricardo Palma. Su madre la dejaba y, después de comer una
hamburguesa o un helado, tomábamos un taxi hasta el Cine El Pacífico. Ahí comprábamos
las entradas en la boletería y como aún faltaba para el inicio de la película,
nos íbamos a caminar al parque central de Miraflores o a mirar tiendas en la
avenida Larco. En una de nuestras salidas, entramos a una discotienda (por ese entonces,
era usual comprar discos) y ella me comenzó a hablar maravillas del grupo
Hanson, conformado por tres hermanos adolescentes. Era tal la pasión con la que
hablaba de aquel grupo de moda que yo, aunque tenía poco dinero, terminé
comprándole el cassette con tal de
que se alegrara. Ella se rehusó al principio, pero al final terminó por aceptar
el obsequio y me agradeció con una hermosa sonrisa. Otro día (¿o fue el mismo?),
me compré el disco de Pedro Suárez Vértiz, “(No existen) Técnicas para olvidar”,
y justo cuando estábamos haciendo la cola para entrar al cine, me percaté de que
Pedro estaba unos metros delante de nosotros, junto con su novia. Le dije a
Dana y ella me alentó a acercarme y a pedirle que me firme el disco. Eso hice y
Pedro me escribió una bella dedicatoria que aún conservo: “A Miguel y Dana, con
mucho cariño”.
En
las cuatro oportunidades que salimos, cada vez que veíamos la cinta escogida,
yo intentaba, a mitad de la película, cogerle la mano. Con ese fin, deslizaba lentamente
mi mano a través de la oscuridad y entrelazaba mis dedos con los suyos (¡oh, el
paraíso!). Mas ella, a los pocos segundos, me retiraba delicadamente su suave extremidad
diciendo: “Hace calor”. Y yo me quedaba con un sinsabor, pero con la esperanza de
que a la siguiente no me rechazara.
Recuerdo,
además, que en la segunda salida vimos una película en la que el protagonista
era Mr. Bean, el comediante inglés. Yo me carcajeaba divertido y ella me miraba
asombrada y se reía. También se me viene a la mente, la vez que regresamos a su
casa en una combi de la línea Chama, aquella de colores rojo y verde. Estábamos
sentados adelante, junto al chofer, y conversábamos de lo más entretenidos: yo
le conté que me gustaba lo clásico en la música, y ella me dijo que no era de
su agrado; sin embargo, cuando escuchamos por la radio “Rapsodia Bohemia” de
Queen, y le di como ejemplo de “clásico” esa canción, ella me respondió que también
le gustaba y que pensó, en un inicio, que me estaba refiriendo a la música
clásica. Finalmente un día, en la boletería, no sabíamos qué película ver. No nos
poníamos de acuerdo. Entonces, Dana se acercó a unas chicas mayores (de veinte
años o poco más) y les preguntó qué nos recomendaban. Ellas le dieron un par de
sugerencias y luego nos dijeron, tras mirarnos: “Lo importante, chicos, es que
la pasen bien”. Yo, que estaba a un par de metros, las observé con semblante arisco,
pero supe muy bien a qué se referían.
Fue
por ese tiempo, que yo había vuelto a ver La
Bamba. Y estaba fascinado con la cinta, pues además de ser conmovedora,
había una canción que se titulaba “Dana”, y que le dedicaba el protagonista, el
cantante Ritchie Valens, a su chica. Yo quería
conseguir la canción para dedicársela a mi Dana. Pero en ese entonces, no había
Google ni Youtube y era difícil encontrarla. Así que, luego de revisar las
Páginas Amarillas, llamé a las discotiendas de la ciudad y pregunté si tenían
la banda sonora de la película. A la tercera llamada, fue la vencida. Tras
conseguir el dinero, fui a la tienda en Larco, compré el disco y se lo regalé en
una de nuestras salidas.
Es
curioso, hasta el día de hoy evoco cada una de las citas que tuvimos ese verano del 98 (aunque muchas imágenes se
entremezclan). Pero, salvo esos intentos medrosos de querer cogerle la mano y
sus educados desplantes, no le volví a mencionar que estaba loco por ella. Al
menos, no directamente. Claro, ahora que lo pienso, yo sí se lo decía en cada
detalle que tenía, en cada gesto o palabra cariñosa, en la manera de tratarla, de
estar pendiente de ella. Sin embargo, es cierto que no le dije: “¡Dana, te amo.
Quiero estar contigo!”. De repente, ella no dejó que le cogiera la mano,
porque, primero, tenía que confesarle que la quería.
***
Una
tarde, que estaba en su cocina (ahora sus papás ya nos dejaban conversar a
solas), nos pusimos a charlar sobre la película Titanic, que vimos días antes y nos había gustado. Yo hice una
broma al respecto y ella se rio. Aproveché para soltar un comentario velado
insinuando mi interés. Dana, de pronto, me miró desafiante y, cansada de mis
rodeos, me inquirió: “¡Dime qué buscas, Miguel!”. Y yo le dije, sí, le dije, nuevamente,
con esa timidez de adolescente, que quería estar con ella, que me gustaba
mucho. Dana sentada en una silla de madera, con los codos apoyados en la mesa,
me miró en silencio, como escrutándome, durante un par de segundos. Luego me
respondió que, por el momento, quería estar sola. Que no me iba a negar que
antes me hubiera dicho que sí (cuando recién me conoció), pero que ahora tenía
dudas y que no quería estar con nadie por el momento. Yo la miré aliviado (?) de
por fin haberle dicho lo que tenía que decirle y, no sé por qué, no le volví a
insistir (aún entonces no sabía que cuando una mujer dice que “No”, puede estar
diciendo lo contrario). Y contesté como mentecato: “Bueno, Dana, si eso es lo
que quieres, está bien”. Y ella, al verme recibir su negativa tan calmo, ¡tan bobalicón!,
¡tan zopenco!, me respondió: “Por tu reacción, parece que ya me olvidaste y te
vas a conseguir otra”.
***
Seguro
muchos que lean esto, dirán qué tal gilipollas que era. Y en parte tienen
razón, pero hay que entender que yo (o ese adolescente que fui) había estudiado
en un colegio de hombres y, por tanto, no tenía la menor idea de lo compleja
que era la sicología de una mujer. Además, era un chiquillo tímido, bonachón
(demasiado entonces) y, como muchos a esa edad, todavía no confiaba en mí. Pero
a mi favor tenía que era sincero, transparente, detallista, puro corazón. Y a
pesar de mis torpezas, tras esa conversación en su cocina, yo seguía visitándola,
seguía tratando de conocerla, como si esperase que un día, por fin, nos besáramos
y todo sucediera como en sueños.
Así
llegó agosto de 1998, mes en el que Dana cumplía diecisiete años. Ya estaba en
quinto de media y yo, en el cuarto ciclo de la universidad (y en los estudios
me seguía yendo pésimo). El día de su santo, fui a su casa en la tarde –la
noche anterior le escribí un poema muy cursi que terminé desechando–. Toqué el
timbre y nadie me contestó. Volví a tocar, pero no tuve suerte. Era inicios de
semana: lunes o martes. Pensé que de repente habían salido a comer a algún
lugar. Entonces me comencé a marchar; sin embargo, al llegar a una esquina, se
me ocurrió llamar desde un teléfono público. Me sorprendió escuchar la suave
voz de Dana. Le dije que había estado minutos antes en su domicilio, pero nadie
me abrió. Ella me señaló (¿a manera de excusa?) que recién acababan de llegar y
que si quería podía venir a su casa. Estaba con sus padres, su hermano y una
prima. Yo le contesté que iría de inmediato.
Cuando
llegué, estaban sentados todos en el amplio comedor. Ella estaba vestida como
un día normal, pero yo igual la veía linda: un short amarillo, un polo blanco con
un estampado del ratón Mickey y unas sandalias. Su cabello negro caía sobre sus
hombros y los flamantes bráquets le sentaban muy bien. Estuvimos con su
familia, incluida su prima, conversando. Sus padres, no me quejo, me trataban
muy bien, aunque a veces sentía que su padre me miraba por debajo del hombro. Después,
le cantamos su Happy Birthday a Dana y la felicitamos. Tras comer la torta, su
prima se despidió y Kenji, Dana y yo nos retiramos a la salita de la entrada a
jugar Super Nintendo. Era la primera vez que jugábamos los tres juntos.
Recuerdo que nos pusimos a jugar Street Fighter y luego Mortal Combat. En un
momento, no sé bien cuándo, lo que empezó como un juego terminó en una disputa entre
los dos. Cada vez que nos teníamos que enfrentar en la pelea virtual, y ella me
lograba ganar, me lo restregaba en la cara, me recriminaba, se mofaba y me miraba
despectivamente. Y yo, extrañado por su comportamiento, me dejaba “golpear” sin
ningún tipo de reacción y, si le respondía, era solo para no caer “derribado”. Y
pensaba: “¿Por qué diantres se comporta así? ¿Qué quiere demostrarme?”. La
verdad es que sus palabras me herían, más si ella era la persona de la cual había
estado enamorado.
No
sé qué pretexto di, pero en un momento me levanté y les dije que me tenía que
ir. Estaba desconcertado, fastidiado, irritado por su comportamiento. “¡No vale
la pena!”, pensé. Esa noche, cuando me despedí de Kenji y Dana, sabía que ya no
regresaría y que algo se había terminado por quebrar. Además de mi corazón. Mientras
caminaba de regreso a mi casa, en medio de la calzada vacía, el sol había dado
paso a una ligera lluvia. Esas gotas que caían del cielo, las sentía como
pequeños puñales que atravesaban mi cuerpo. Estaba, por primera vez,
decepcionado de la vida y me prometí nunca más volver.
***
Una
semana después, Dana llamó a mi casa. Me dijo para ir al Bowling de Miraflores.
Yo, aún con la herida, le contesté que no podía, que estaba ocupado. Me
preguntó si me pasaba algo. Por supuesto, le dije que nada. Luego me llamó otra
vez, pero yo respondí lo mismo. No quería saber nada de ella. Y solo escribía un
diario personal y me reprochaba lo tonto que había sido por haber tratado como reina
a una mujer que no se lo merecía.
La
última vez que me llamó fue en el verano del 99. Dana se estaba preparando para
ingresar a la universidad y me pidió algunos consejos. Tras dárselos, me
agradeció y me dijo para salir. “¿Con qué fin?”, pregunté serio. “Para
salir…como amigos”, respondió. Y yo, de manera seca y tajante, contesté: “¡No. Ya
para qué!”. Eso fue todo. Nunca más volvió a llamar. Más aún, ya casi no volví
a visitar su casa. Quería olvidarla. Alejarme de su vida. Era como si un día, de
la noche a la mañana, hubiese descubierto que ella no merecía mi amor.
Y
sin querer, también me alejé de su hermano, que fue siempre un buen y leal
amigo. Era el precio que tenía que pagar para olvidarla.
***
La
última vez que la vi, fue un año y medio después. Había ido a su casa a devolverle
unos discos a Kenji. Estuve una media hora conversando con él en la salita de la
entrada. Dana, como era costumbre, bajó las escaleras y la saludé con cortesía.
Cruzamos algunas frases banales. En ese momento, me di cuenta que ya la había
olvidado.
Lo que
ella nunca sabrá es que tardé bastante en sacarla de mi corazón, que pasé
noches de noches rumiando mi dolor, escribiendo todo el rencor que tenía en mi
diario y escuchando la canción de Pedro Suárez Vértiz, “Cuéntame”, que termina
así: “No me llores, no me abraces. /No me
abraces, no hagas nada. /Que yo sé nada. /Cuéntame sobre tu vida/ cuéntame
sobre tu vida /porque de ti no queda nada/ NO QUEDA NADA. / YO ESTUVE LOCO POR
TI”.
Epílogo
Han
pasado catorce años desde aquella vez que Dana me rompió el corazón. Ya debe
tener treinta y un años. ¡Cómo se pasa el tiempo! Y no sé nada de ella. No
figura su nombre en el Facebook o en alguna red social. Sé que estudió Sicología.
Sé que su hermano Kenji se casó y tiene una hijita; sé también que viste de
negro: le gusta la música metal. Pero de ella, nada. ¿Qué habrá sido de su vida?
A veces, cuando me pongo a pensar en la mía, me acuerdo de Dana. Y recuerdo,
inevitablemente, aquella vez que me clavó esos puñales con sus palabras y su
mirada… Ahora la comprendo un poco más, tal vez no era su intención,
simplemente se comportó como la adolescente inmadura que correspondía a su edad,
y cuando quiso enmendar su error ya era demasiado tarde. Tal vez, yo también, me
tomé muy a pecho lo que ella me dijo en aquella ocasión, bastaba con que me
pidiera perdón cuando me llamó por teléfono. Pero a esa edad uno es orgulloso y
los dos cometimos errores que nos separaron. Ahora que lo veo a la distancia,
creo que estuvo bien que me alejara, pero también sé que caímos en desaciertos
que se pudieron enmendar. No sé ella, pero Dana marcó mi vida, fue mi primer
amor (fallido), y siempre la recordaré. Un abrazo a la distancia, para dejar
atrás los rencores del pasado y seguir en el camino de la vida con fe. ¡Te
deseo, Dana, donde estés, lo mejor! ¡Te quiero!
Setiembre
del 2012
Dana (parte 2)
Luego
de la fiesta, seguí visitando la casa de Kenji y, por supuesto, saludaba a Dana
cada vez que la veía. Ella me dijo, un día, que le había gustado mi “cartita” y
yo le respondí “¡qué bien!”, pero no me atreví a decir nada más. La verdad es
que no encontraba el momento adecuado ni el valor suficiente para confesarle mi
secreto: que me moría por ella. Y así pasaron dos largos meses.
A
inicios de noviembre, un sábado en la noche, recibí una llamada de Kenji. Me
invitó para ir a una fiesta junto con su nueva enamorada (que no era bonita),
su hermana y una amiga de ella. La fiesta era en su ex colegio, Magister, que quedaba cerca al
hipódromo.
Esa
noche de la fiesta, la recuerdo como si hubiese sido ayer. Luego de bailar con
Dana un buen rato, nos sentamos exhaustos en el patio. Su amiga se acababa de
ir y Kenji y su enamorada habían desaparecido. Estábamos los dos solos conversando
y la abracé. Ella dejó que mi brazo se posara sobre su hombro. Una canción de
Oasis (“Wonderwall”) sonaba en ese momento. Después seguimos charlando, pero,
no sé por qué, no le decía lo que en verdad quería. “Ahorita le digo”, pensaba
yo, mas no lo hice y solo la abrazaba y le hablaba nimiedades. A la media hora,
Kenji apareció y nos pidió que saliéramos: su padre nos iba a recoger. Ya fuera
del colegio, mientras esperábamos, Kenji me miró con gesto adusto, como
diciendo: “¡No me digas que no le dijiste nada! ¡Qué huevón!”. Y observé a Dana,
también circunspecta, que parecía señalarme: “¡Qué monse!”. Fue entonces que
comprendí que esa reunión había sido planeada por mi amigo (¿y Dana?) para que
yo me declarara. Esa noche, no pude dormir.
***
Después
de aquella fiesta, ya casi no tuve oportunidades. Y Dana ya no me miraba igual.
Yo seguía, por supuesto, visitando la casa de Kenji y a veces la veía y la
saludaba, pero no había siquiera un momento en que estuviésemos solos y
pudiéramos conversar. Y así pasaron los días, los meses y el año. No obstante, cada
día que pasaba, yo la quería más.
Había
noches, en mi habitación, que soñaba despierto que los dos bailábamos “El baile
y el salón” del grupo mexicano Cafetacuba: “Yo
que era un solitario bailando/me quedé sin hablar./ Mientras tú me fuiste
demostrando/ que el amor es bailar”. Y yo, al compás de la melodía, la
cogía de la cintura, la miraba fijamente a los ojos (de caramelo), pegaba mi
nariz a su nariz y, por fin, la besaba.
En
verano, su familia me invitó al Club El Bosque todo un fin de semana. Hubo una
mañana, en que vi a Dana sola jugando básquet en una cancha. Me acerqué y le
dije para acompañarla. Estuvimos jugando unos veinte minutos, mientras
charlábamos un poco. Sin embargo, la conversación era protocolar, superficial. Ella
se mostraba distante conmigo, como si ya no le interesara. El domingo en la
tarde, que regresé a mi casa, me sentí triste al ver que ella partía en el
carro de su madre; mientras Kenji y yo, íbamos en el auto de su padre. Ni
siquiera nos habíamos despedido.
***
Pero
yo…pero yo…seguía muerto de amor por Dana. Para entonces, ya me había cambiado
de universidad, en las notas me iba fatal (no tenía ganas de estudiar) y me
sentía desorientado, sin rumbo. Un año después de la fiesta en que le mostré mi
interés a Dana, su hermano me avisó que festejaría su cumpleaños en su casa. Al
escucharlo, me prometí que ese día me sacaría el clavo.
Esa noche
llegué decidido a todo. Grande fue mi sorpresa cuando no la encontré. Esperé en
vano, pero nunca apareció. Luego Kenji me informó que ella se había ido a un retiro
religioso de su colegio o algo así. Lo curioso es que ese día, que estaba tan
triste por no verla, terminé, no sé cómo, besándome con una chica que no
conocía. Casi toda la fiesta, estuvimos en la salita, en penumbra, besándonos
y, por un momento, me llegué a olvidar de Dana. Sin embargo, cuando nos
despedimos y me quedé con mis amigos, que empezaron a burlarse de mí, sentí
pena al pensar en ella.
***
Era veinticuatro
de diciembre de 1997. Había transcurrido un año y cuatro meses de la fiesta de
sus quince años. Y un año y dos meses, de la fiesta en que no me atreví a
declararme. Estaba en mi cuarto, solo y aburrido, esperando la llegada de la
Navidad (que cada vez tenía menos valor para mí) y solamente tenía cabeza para
pensar en Dana y recordarme lo pánfilo que fui. Ese día, a las seis de la
tarde, decidí, movido por un impulso repentino y hastiado de mi cobardía, a hacer
eso que tenía pendiente conmigo mismo.
Me
cambié rápidamente, cogí una carta que le había escrito y un cassette con una canción dedicada a ella
(“Ángel” de John Secada), y me dirigí a su casa. Recuerdo que era de noche
cuando llegué. Me sentía envalentonado. Toqué el timbre y salió Kenji. Le dije
que quería hablar con su hermana, que si podía llamarla. Ella apareció de
inmediato. La saludé y le dije para salir un momento, que tenía algo importante
que decirle.
Fuimos
a un parque que estaba cerca de su casa y nos sentamos en el césped al pie de un
árbol. La tenue luz de un poste nos iluminaba. Le entregué la carta que le había
escrito y el cassette con la canción.
“¡Espero que te agrade!”, señalé. Luego, sin mayor preámbulo, invadido por una
repentina seguridad y la urgencia de expresarme, le confesé, mirándola a los
ojos, que me gustaba, que la quería desde hacía tiempo, e intenté besarla. Sin
embargo, ella me retiró el rostro educadamente. Se quedó observándome unos
segundos y me dijo que estaba sorprendida, que no se lo esperaba. Menos ahora. Yo
me disculpé y le recalqué que estaba interesado en ella, que siempre lo había
estado. Tras una pausa, Dana sugirió que saliéramos para conocernos más, ya que
a pesar de que nos conocíamos cerca de dos años, en el fondo no sabíamos qué
tal nos llevábamos. Yo terminé por aceptar su propuesta y decidimos salir luego
de las fiestas.
Dana (parte 1)
Conocí
a Dana en el verano de 1996. Acababa de terminar el colegio y estaba
preparándome en una Pre para ingresar a la universidad. Ahí me había hecho
amigo de Kenji, que postulaba a la carrera de Contabilidad, siguiendo la
tradición de su familia. Con él teníamos gustos en común: el básquet, los videojuegos,
la música. Además, éramos bien tranquilos (pero no aburridos) y, al mes de
frecuentarnos, íbamos a las discotecas de Miraflores a conocer chicas. Un día
de febrero, me dijo para ir a su casa y en el camino (él vivía en Monterrico,
cerca al colegio La Inmaculada) me contó que tenía una hermana y, no sé por qué,
pensé que terminaría enamorándome.
La casa
de Kenji era de dos pisos, de color blanca. Tenía unas rejas negras en la
fachada y un pequeño jardín y un estacionamiento antes de ingresar a la puerta.
Dos o tres veces a la semana iba a jugar
Super Nintendo o a escuchar los videos
de MTV en su cuarto. Recuerdo un día
que estábamos jugando un videojuego de fútbol en la salita de la entrada, y su
hermana bajó las escaleras y me saludó. No me equivoqué: era simpática como me
la había imaginado. Tenía catorce años y se llamaba Dana. Era delgada, de
mediana estatura, el rostro ovalado, el cabello negro largo y los ojos color de
miel. Ella, al igual que su hermano, poseía ciertos rasgos orientales. Esto se
debía a que su madre, que era guapa, tenía ascendencia italiana; mientras que su
padre, que corría tabla, era hijo de inmigrantes japoneses.
No
sé en qué momento me enamoré de Dana. Lo que sí recuerdo es que a los pocos
meses, ya no iba a la casa de Kenji a jugar videojuegos, sino básicamente para
verla. Y me bastaba con escuchar que bajaba las escaleras y saber que me iba a
saludar, para sentirme alegre y algo nervioso. Sin embargo, yo, que le llevaba
casi tres años (que a esa edad es un mundo), hacía mi papel de duro e
indiferente y no dejaba asomar el interés que ya empezaba a sentir por ella.
***
Me di
cuenta, definitivamente, que estaba enamorado de ella, porque, cada vez que
volvía a mi casa de la universidad (sí, ya habíamos ingresado Kenji y yo),
escuchaba en mi walkman rojo el disco “Pies descalzos”, de Shakira, que me
hacía acordar a ella. Además, en ese álbum había una canción con su nombre.
En
agosto, Kenji me informó que iba a celebrar su cumpleaños a mitad de mes.
Cumplía dieciocho. También me dijo que su hermana cumplía quince años tres días
antes. Y sus padres iban a hacer una fiesta para los dos en su casa. Yo estaba
invitado, por supuesto. Desde que recibí la noticia, supe que el día de la
fiesta tenía que mostrarle mi interés a Dana; pasar de ser ese chico que solo la
saludaba a ser el chico que estaba interesado en ella. La verdad que no tenía muchos
indicios de que le pudiera gustar, salvo una vez que su hermano me invitó al
Club El Bosque, de la playa, y ella, ante un comentario mío, me dijo con una
sonrisa diáfana: “¡Qué lindo!”.
Recuerdo
que en una tienda de regalos compré una pequeña tarjeta y le escribí algo
bonito, algo más o menos así: “Feliz 15 años, a la muchacha más dulce que he
visto”. Pues bien, ese día de la fiesta, fui con un par de amigos del barrio. Los
padres de Kenji habían armado una pista de baile en el jardín posterior, con un
DJ que ponía la música y un joven que repartía sánguches y bebidas. El ambiente
era perfecto.
La primera
hora estuve sentado conversando con mis amigos y la veía a ella, en una
esquina, con un grupo de su edad: llevaba un jean y una camisa celeste abierta,
de mangas largas, que mostraba una blusita blanca. En cierto momento, cuando ya
había empezado el baile, tomé valor y la saqué a la pista. Bailamos una canción
de Los Prisioneros, “Nunca quedas mal con nadie”, y otra de Shakira, “Pies
descalzos”. Se la veía linda con el pelo negro cayendo sobre sus hombros y la
manera emocionada en que cantaba la canción: “Y ahora estás aquí/queriendo ser feliz/ cuando no te importó un pepino
tu destino”. Entonces, aproveché para sacar la tarjeta y entregársela. Dana
me sonrió y me agradeció. Se le veía contenta. Yo también lo estaba. Bailamos
un par de canciones más y nos despedimos con un beso en la mejilla. Eso fue
todo, esa noche.
Sin
embargo, a esa edad, yo era un chico tímido e inseguro. Por eso, aunque su
hermano ya sabía que me gustaba Dana, yo tenía miedo de que ella me rechazara.
¡Nunca me había declarado a una chica y menos me habían dicho que “No”!
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