lunes, 9 de junio de 2008

El Arte de la POSE


El escritor peruano Abraham Valdelomar (1888-1919), también conocido como “El Conde de Lemos”, pasó a la historia no solo por su fascinante obra literaria y periodística, sino también porque hizo de la POSE un Arte. Su verdadero objetivo era
atraer la atención de la gente hacia su obra (¡y vaya que lo consiguió!). A casi 90 años de su muerte, lo seguimos recordando.


“Yo comprendí a tiempo que un escritor necesita, ante todo, una gran popularidad, un gran público que se interese por él, un mercado para sus obras”
El Conde de Lemos


El diccionario de la Real Academia Española define POSE como “postura poco natural, y, por extensión, afectación en la manera de hablar y comportarse”. En nuestro país, el adjetivo POSERO lo asociamos con huachafo, figuretti, pedante y quien busca, a toda costa, ser popular. Sin embargo, y aunque los poseurs -a lo largo de la historia- siempre han sacado roncha, hay que distinguir entre el verdadero y justificado posero del embaucador. Mientras este carece de talento y solo busca atraer las miradas por simple capricho; aquel sabe de sobra de su genio y busca, adrede, provocar la atención de un medio que es hostil e indiferente a su arte. Abraham Valdelomar fue, precisamente, el primer gran poseur que tuvo el Perú.

Parecer es Ser
Nacido en Ica el 27 de abril de 1888, Abraham Valdelomar Pinto era muy consciente del inmenso talento que poseía como escritor. A pesar de esto, y tras unos primeros años intentando en vano capturar el interés de la gente, comprendió que no bastaba con SER brillante: había también que PARECER. Entendió que debía recurrir a ciertas mañas para atraer la atención del público; más aún, si él era un simple “zambo” de origen humilde y provinciano, en un país donde un pequeño grupo de familias blancas ostentaba el poder.

Así fue que Valdelomar, con el fin de provocar y HACERSE NOTAR -y tomando como base el dandismo europeo de Charles Baudelaire, Óscar Wilde y Gabriele D`Annunzio-, empezó a posar: se empolvaba el rostro, se bruñía las uñas, se perfumaba, usaba chalecos y zapatos de lo más extraños, quevedos grandes de donde pendía una ancha cinta negra, se cubría los dedos de sortijas, en el índice de su mano derecha relucía un atrevido ópalo, firmaba sus artículos periodísticos como El Conde de Lemos y en tono de soprano lanzaba frases despectivas y burlonas. Su verdadera intención, detrás de esa chocante extravagancia –que le granjeó una gran legión de enemigos y admiradores-, era crear las condiciones adecuadas para que el escritor, en el Perú, viva de su profesión.

El Perú es la esquina del Palais Concert
El Palais Concert –la confitería de moda en Lima durante la segunda década del siglo XX- resultó el escenario ideal para las poses del escritor. Aquí se reunía con un grupo de jóvenes artistas y escritores que, en torno al liderazgo de Valdelomar, celebraban sus boutades. Por ejemplo, en el momento de mayor afluencia de clientes, Valdelomar se ponía de pie y besaba sus manos que habían escrito cosas tan bellas; o pedía que se marcharan aquellos gordos que manchaban el paisaje; o le decía al poeta novel, que cuando este regresara a su provincia, se jactara de haber estrechado la diestra de Abraham Valdelomar. Su objetivo –indica José Carlos Mariátegui- era dejar asombrados a los burgueses (épater les bourgeois) y, así, atraer la atención hacia su obra. En una de sus hermosas crónicas para el diario La Prensa, escribió categórico y provocador: “El Palais pasará a la historia” y acuñó esa famosa frase que inmortalizaría al Palais: “El Perú, dicen las gentes, es Lima. Lima, decimos nosotros, es el Jirón de la Unión y el Jirón de la Unión es hoy la esquina del Palais Concert. Total: el Perú es la esquina del Palais Concert”. Como se aprecia, Valdelomar no se equivocó.

La literatura es fuego
Luis Alberto Sánchez ha descrito acertadamente al Conde de Lemos como un niño terrible que amaba ser visto, oído, admirado y odiado, y que no resistía la indiferencia; sin embargo, para él, como para cualquier otro escritor, lo primero era escribir. Valdelomar, más que nadie, sabía que un día se iba a morir –la muerte es el tema central de su obra- y le inquietaba el olvido. Por eso, simultáneamente a sus provocaciones, desarrolló –a su regreso de Italia en 1914- la obra periodística y literaria más original, brillante, múltiple y prolífica que se pueda imaginar: relatos, poemas, obras de teatro, crónicas periodísticas, historia novelada, novela breve y una revista inolvidable (Colónida) fueron apareciendo, a diario y sin descanso, como si se tratara del truco de un prestidigitador.

Abraham Valdelomar, en el epílogo de su vida, llegó a generar gran controversia por la arrogancia y la egolatría de sus poses –miles lo odiaban, otros miles lo idolatraban-. A pesar de esto, sabía que sus boutades eran necesarias si quería vivir como escritor (cosa que logró). Luis Alberto Sánchez cuenta que, ante las críticas de las que era objeto, Valdelomar le dijo: “Querido Sánchez, si para llamar la atención tuviera que salir vestido de amarillo, lo haría sin titubear. ¿O cree usted que un zambo como yo atraería de otra manera la atención de estos cholos gordos, espesos y universitarios de su Lima?” Y tenía razón. Fue así que, cuando la muerte lo sorprendió en Ayacucho en noviembre de 1919 (una infeliz caída en la escalera de un hotel), ya había dejado –con escasos 31 años- su huella indeleble en la Tierra. Y esto gracias no solo a su genialidad como escritor, sino también porque hizo de la POSE un arte.

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