domingo, 8 de diciembre de 2019

Diario de un profesor (67)

Me cruzo, en el pasillo del instituto donde trabajo, con un profesor de cabello blanco. Siempre nos saludamos, pero esta vez iniciamos una conversación involuntaria (al menos de mi parte). Estamos en semana de corrección de exámenes finales, un ciclo más que acaba, y el profesor de aspecto bonachón, alto, colorado y voluminoso, se lanza con un torrente vertiginosos de palabras sobre las quejas u observaciones de los alumnos acerca de sus notas finales, sobre las críticas severas que algunos de estos colocan en las encuestas docentes, sobre los alumnos flojos y "brutos" que uno llega a conocer, etcétera. Yo casi no hablo, solo escucho al profesor que parece realizar un acto de catarsis o de desfogue, agita las manos, se acerca y se aleja de mí mientras lanza sus quejas: "Yo les digo, ya sé que soy incompetente, aburrido, que doy miedo, así que no se cansen en repetírmelo en las encuestas. Ellos se ríen" o "Siempre son los mismos quienes colocan esas críticas de mala leche; sin duda, lo hacen para vengarse de uno". Y yo, en ese momento, también recuerdo algunas críticas severas de algunos alumnos hacia mi persona ("nunca cumple con el sílabo", "nunca devuelve los exámenes", "su trato no es cortés", etc.) y me identifico con lo que dice el profesor. Trato entonces de darle algunos palabras de aliento, de decirle que a todos nosotros nos pasa lo mismo, pero que sin embargo, hay también buenos alumnos. Y el hace mía sus palabras, y termina lanzando una apología sobre aquellos estudiantes esmerados y disciplinados. Finaliza diciendo -con aire sombrío- que lleva 6 años como profesor a tiempo completo en la carrera de Economía (antes solo enseñaba en las noches como pasatiempo) y que a su edad (59 años) ya le es muy difícil reinsertarse a una empresa privada o pública. Me pregunto: ¿Cómo será mi futuro como profesor de acá a veinte años?

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