miércoles, 10 de mayo de 2017

Diario de un profesor (45)

Esa mañana, tenía que dictar clase a las once de la mañana. Llegué temprano al instituto (diez y cuarto) y me dirigí a la biblioteca a repasar mi sesión y esperar la hora. Me senté en un pupitre y desde los ventanales veía a los estudiantes  desplazarse por el campus. Me sentía nervioso. Más nervioso que en otras ocasiones. La clase anterior me había costado sudor y lágrimas atraer la atención de esos alumnos inquietos. Pensaba, ahí sentado, que debía tomarlo con calma, que estando tranquilo, o controlando mis nervios, haría una mejor performance. Respiré hondo y me decía: "Canaliza  tus nervios como una energía positiva". "Ayer preparaste bien tu sesión y si te tranquilizas todo va a salir bien". El corazón me latía y en el pecho sentía como electricidad. Entré al aula con una sonrisa que escondía mi temor, mi miedo a no hacerlo bien. Como cuando era niño y corría en las competencias del colegio. Esos nervios que eran la evidencia palpable de que algo nos importa. Me encomendé a dios y gracias a él, y al azar, la clase me salió muy bien. Con los minutos me fui relajando, los alumnos participaban y se mostraban interesados. Incluso hubo momentos en que desperté sonrisas. Al final de la sesión, algunos se despedían agradecidos y yo respiré satisfecho. ¡Todo es cuestión de confiar en uno!                      

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