Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.
–Fíjate lo que tengo–dije mostrándole el recipiente–. Una chicha de jora de veinte años. Solo quiero por ella treinta soles. Está regalada.
¡A mí!, ¡a mí!–
exclamó señalándose el pecho–. ¡A mí con ese cuento! Todos los días vienen a
ofrecerme chicha y no solo de veinte años atrás. ¡No me fío de esas historias!
¡Como si las fuera a creer!
–Pero yo no te
voy a engañar. Pruébala y verás.
–¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que me traen a vender, terminaría el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete de aquí¡ Puede ser que en otro lado tengas más suerte.
Durante media
hora recorrí todas las chicherías y bares de la cuadra. En muchos de ellos ni
siquiera me dejaron hablar. Mi última decisión fue ofrecer mi producto en las
casas particulares pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la
servidumbre. El único señor que se avino a recibirme me preguntó si yo era el
mismo que el mes pasado le vendiera un viejo Burdeos y como yo, cándidamente,
le replicara que sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a
desaparecer en la forma menos cordial.
Humillado por este
incidente, resolví regresar a mi casa. En el camino pensé que la única
recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la botella de chicha. Pero
luego consideré que mi conducta sería egoísta, que no podía privar a mi familia
de su pequeño tesoro solamente por satisfacer un capricho pasajero, y que lo
más cuerdo sería verter la chicha en su botella y esperar, para beberla, a que
mi hermana se casara o que a mí pudieran llamarme bachiller.
Cuando llegué a
la casa había oscurecido y me sorprendió ver algunos carros en la puerta y
muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí
una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocultar la
pipa de barro tras una pila de periódicos.
Cuando ingresé
a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha
aún sin descorchar. Apenas pude abrazar a mi hermano y observar que le había
brotado un ridículo mostacho. “Cuando tu hermano regrese”, era otra de las
circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también otras
personas y la botella y minúsculas copas, pues una bebida tan valiosa
necesitaba administrarse como una medicina.
–Ahora que todos estamos reunidos –habló mi padre–, vamos al fin a poder brindar con la vieja chicha –y agració a los invitados con una larga historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.
La botella se
descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra improvisación y llegado
el momento del brindis observé que las copas se dirigían a los labios
rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes
exclamaciones de placer.
–¡Excelente bebida!
–¡Nunca he tomado algo semejante!
–¿Cómo me dijo? ¿Treinta años?
–¡Es digna de
un cardenal!
–¡Yo que soy
experto en bebidas, le aseguro, Don Bonifacio, que como esta ninguna!
Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:
–Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa con ocasión de mi llegada.
El único que, naturalmente, no bebió una gota, fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.
Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara a mi padre si no tenía por allí otra botellita escondida.
-¡Oh no! –replicó–.¡De estas cosas solo una! Es mucho pedir.
Noté, entonces,
una consternación tan sincera en los invitados, que me creí en la obligación de
intervenir.
–¿Tú? –preguntó
mi padre, sorprendido.
–Sí, una pipa
pequeña. Un hombre vino a venderla…Dijo que era muy antigua.–¡Bah! ¡Cuentos!
–Y yo se la compré por cinco soles.
–¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!
–A ver, la probaremos –dijo mi hermano–. Así veremos la diferencia.
–Sí, ¡que la traigan! –pidieron los invitados.
Mi padre, al ver tal expectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo me precipité hacia la cocina. Luego de extraer la pipa bajo el montón de periódicos, regresé a la sala con mi trofeo entre las manos.
-¡Aquí esta! –exclamé, entregándosela a mi padre.
–¡Hummm...! –dijo él, observando la pipa con desconfianza–. Estas pipas son de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré una parecida hace poco –y acercó la nariz al recipiente–. ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado –y para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y, después de hacer una mueca de repugnancia, la pasaban a su vecino.
–¡Vinagre!
–¡Me descompone el estomago!
–¡Me descompone el estomago!
–Pero ¿es que
esto se puede tomar?
–¡Es para
morirse!
Y como las
expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí su función
moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a mí de una
oreja con la otra, se dirigió a la puerta de la calle.
–Ya te lo decía.
¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que se hace con esto!
Abrió la puerta
y, con gran impulso, arrojó la pipa a la calle, por encima del muro. Un ruido
de botija rota estalló en un segundo. Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui
enviado a dar una vuelta por el jardín y mientras mi padre se frotaba las
manos, satisfecho de su proceder, observé que en la acera pública, nuestra
chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante
quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromisos, yacía
extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil la pisó alargándola en
dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su superficie; un perro se acercó,
la olió y la meó.
Julio Ramón Ribeyro
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