lunes, 28 de noviembre de 2016

Diario de un profesor (39)

Esta semana finalizan las clases en la universidad en la que trabajo como Asistente de cátedra o Jefe de prácticas. Trabajo con chicos entre 17 y 19 años, que están en los primeros ciclos. Tengo un año y cuatro meses en dicho trabajo y ha cosechado, como todo en la vida, buenos y no tan buenos momentos. Siento que aún no encuentro la forma de adentrarme en el mundo de aquellos adolescentes, aun cuando tengo bien presente que hace no mucho fue uno de ellos. La mayoría de muchachos de esa edad es reacia a los adultos (y a mí ya me ven como uno). Trato de tratarlos con amabilidad, pero aún así siento, las más de las veces, que soy un extraño, un desconocido para ellos. Otro aspecto, y que creo debe ser el dilema de muchos profesores, es saber qué tanta confianza les puedes dar, qué tan bueno o amable puedes ser. Pues no falta uno que por allí quiere aprovecharse y no te queda más que ser cortante y frío. Personalmente, creo que hay que evitar, por más malcriado que sea el alumno, no gritarle ni ponerse a su nivel. Es cierto, que en ciertos momentos, te pueden dar ganas de subirle la voz, pero creo que a largo plazo, esa estrategia no funciona: lo pierdes como alumno y solo creará resentimiento en él hacia tu persona. Es un camino más largo, pero hay que buscar que el alumno a aprenda a respetar a sus semejantes sin necesidad de la violencia. Y con eso, no quiero decir, que uno como profesor, o adulto, prescinda de las normas y las reglas, sino que trate de ponerse en lugar del
adolescente y recuerde que alguna vez nosotros fuimos como él. Es decir, tratemos de ser más tolerantes y pacientes, así como nuestros padres fueron con nosotros. Suena cursi, pero el amor, el respeto, son o resultan armas más poderosas que el grito y la violencia, que solo generan un respeto artificial basado en el miedo.

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