Hace
un año, una profesora universitaria joven me contó que, cada ciclo que pasaba,
se sentía más desgastada emocionalmente. Y que pese a las vacaciones que tomaba
entre ciclo y ciclo, le demandaba más esfuerzo enseñar a jóvenes de 17 a 19
años.
Hace
dos semanas, una amiga, también profesora universitaria, me contó que había
dejado de enseñar en los primeros ciclos para enseñar, en las noches, a jóvenes
y adultos que ya trabajaban (de 25 años a más, en promedio). “Era demasiado
estrés, ya no aguantaba”, me confesó ella, que dictó durante casi diez años un
curso de Estudios Generales. “Ahora es más tranquilo”, me señaló refiriéndose a
los estudiantes del horario nocturno.
Es
cierto, conforme pasan los años, el docente comienza a sufrir el desgaste
físico y emocional que realiza a diario. Pese a que ambas son buenas
profesoras, tampoco escapaban a eso. ¿Qué formula contra esto? ¿Qué fórmula
contra el desánimo, la pérdida de la pasión o la disminución paulatina de esta?
No tengo la menor idea, salvo que la pasión, el amor a la enseñanza, nos puede
ayudar a buscar maneras para reinventarnos, para aguantar los inevitables
fracasos y frustraciones, y seguir en la brega.
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