sábado, 4 de agosto de 2012

Michael Phelps

Imagen: telegraph.co.uk

Cuando Phelps, el gran nadador estadounidense, perdió en su primera prueba en las Olimpiadas  Londres 2012 (400 metros combinado), muchos pensamos que era el fin del nadador, la inevitable caída y deterioro de quien fue el mejor del mundo (algo inevitable, por cierto). Luego obtuvo la medalla de plata en la posta 4x 100 libres y, para su mala suerte, quedó también segundo en los 200 metros mariposa (la manera en que perdió era como para ponerse a llorar). Todos pensamos, casi con certeza, que los dioses le habían bajado el dedo a su otrora favorito. Pero no. El destino y los dioses lo estaban poniendo a prueba. Querían ver si sabía perder y pasó la prueba: el hombre Michael Phelps, de 27 años, aquel ser casi sobrehumano, se portó a la altura de las circunstancias, demostró que era un gallardo guerrero que asumía la derrota con humildad y felicitaba a su rival de turno. Y entonces, el destino le guardó lo mejor para el final. A partir del miércoles, la historia comenzó a cambiar. Primero, Phelps, en la posta 4 x 200 libre, obtuvo su primera medalla de oro y dibujó su primera sonrisa. Al día siguiente, se coronó en los 200 metros combinado (en una excelente victoria ante su compatriota Ryan Lochte). El viernes, triunfó en los 100 metros mariposa, en la que se cobró la derrota infligida en los 200 mariposa ante el sudafricano, de 20 años, Le Clos. Hoy, en su último día de competición, fue partícipe de la medalla de oro estadounidense en la posta 4 x 100 combinado. Ver la sonrisa de Phelps luego de la victoria, el rostro de su madre, desde la tribuna, de alegría y alivio de observar a su hijo renacer de las cenizas, hizo que la magia volviera a surgir, a enseñar a los mortales que expectamos estas hazañas que el verdadero éxito de uno no está en alcanzar el triunfo, sino que cuando nos toque perder, voltear la hoja, pararnos e impulsarnos para nuevamente intentar la victoria. Michael Phelps, en Londres 2012, consiguió su mejor hazaña: pararse luego de la derrota y, cuando ya casi nadie confiaba en él, esforzarse como un león para triunfar una vez más. Gracias, Phelps, por la lección de vida.

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