jueves, 19 de marzo de 2015

Dana (parte 2)



Luego de la fiesta, seguí visitando la casa de Kenji y, por supuesto, saludaba a Dana cada vez que la veía. Ella me dijo, un día, que le había gustado mi “cartita” y yo le respondí “¡qué bien!”, pero no me atreví a decir nada más. La verdad es que no encontraba el momento adecuado ni el valor suficiente para confesarle mi secreto: que me moría por ella. Y así pasaron dos largos meses.       

A inicios de noviembre, un sábado en la noche, recibí una llamada de Kenji. Me invitó para ir a una fiesta junto con su nueva enamorada (que no era bonita), su hermana y una amiga de ella. La fiesta era en su ex colegio, Magister, que quedaba cerca al hipódromo.  

Esa noche de la fiesta, la recuerdo como si hubiese sido ayer. Luego de bailar con Dana un buen rato, nos sentamos exhaustos en el patio. Su amiga se acababa de ir y Kenji y su enamorada habían desaparecido. Estábamos los dos solos conversando y la abracé. Ella dejó que mi brazo se posara sobre su hombro. Una canción de Oasis (“Wonderwall”) sonaba en ese momento. Después seguimos charlando, pero, no sé por qué, no le decía lo que en verdad quería. “Ahorita le digo”, pensaba yo, mas no lo hice y solo la abrazaba y le hablaba nimiedades. A la media hora, Kenji apareció y nos pidió que saliéramos: su padre nos iba a recoger. Ya fuera del colegio, mientras esperábamos, Kenji me miró con gesto adusto, como diciendo: “¡No me digas que no le dijiste nada! ¡Qué huevón!”. Y observé a Dana, también circunspecta, que parecía señalarme: “¡Qué monse!”. Fue entonces que comprendí que esa reunión había sido planeada por mi amigo (¿y Dana?) para que yo me declarara. Esa noche, no pude dormir.    


***
Después de aquella fiesta, ya casi no tuve oportunidades. Y Dana ya no me miraba igual. Yo seguía, por supuesto, visitando la casa de Kenji y a veces la veía y la saludaba, pero no había siquiera un momento en que estuviésemos solos y pudiéramos conversar. Y así pasaron los días, los meses y el año. No obstante, cada día que pasaba, yo la quería más.
 
Había noches, en mi habitación, que soñaba despierto que los dos bailábamos “El baile y el salón” del grupo mexicano Cafetacuba: “Yo que era un solitario bailando/me quedé sin hablar./ Mientras tú me fuiste demostrando/ que el amor es bailar”. Y yo, al compás de la melodía, la cogía de la cintura, la miraba fijamente a los ojos (de caramelo), pegaba mi nariz a su nariz y, por fin, la besaba.   

En verano, su familia me invitó al Club El Bosque todo un fin de semana. Hubo una mañana, en que vi a Dana sola jugando básquet en una cancha. Me acerqué y le dije para acompañarla. Estuvimos jugando unos veinte minutos, mientras charlábamos un poco. Sin embargo, la conversación era protocolar, superficial. Ella se mostraba distante conmigo, como si ya no le interesara. El domingo en la tarde, que regresé a mi casa, me sentí triste al ver que ella partía en el carro de su madre; mientras Kenji y yo, íbamos en el auto de su padre. Ni siquiera nos habíamos despedido.


***
Pero yo…pero yo…seguía muerto de amor por Dana. Para entonces, ya me había cambiado de universidad, en las notas me iba fatal (no tenía ganas de estudiar) y me sentía desorientado, sin rumbo. Un año después de la fiesta en que le mostré mi interés a Dana, su hermano me avisó que festejaría su cumpleaños en su casa. Al escucharlo, me prometí que ese día me sacaría el clavo.     

Esa noche llegué decidido a todo. Grande fue mi sorpresa cuando no la encontré. Esperé en vano, pero nunca apareció. Luego Kenji me informó que ella se había ido a un retiro religioso de su colegio o algo así. Lo curioso es que ese día, que estaba tan triste por no verla, terminé, no sé cómo, besándome con una chica que no conocía. Casi toda la fiesta, estuvimos en la salita, en penumbra, besándonos y, por un momento, me llegué a olvidar de Dana. Sin embargo, cuando nos despedimos y me quedé con mis amigos, que empezaron a burlarse de mí, sentí pena al pensar en ella.    


***
Era veinticuatro de diciembre de 1997. Había transcurrido un año y cuatro meses de la fiesta de sus quince años. Y un año y dos meses, de la fiesta en que no me atreví a declararme. Estaba en mi cuarto, solo y aburrido, esperando la llegada de la Navidad (que cada vez tenía menos valor para mí) y solamente tenía cabeza para pensar en Dana y recordarme lo pánfilo que fui. Ese día, a las seis de la tarde, decidí, movido por un impulso repentino y hastiado de mi cobardía, a hacer eso que tenía pendiente conmigo mismo.   

Me cambié rápidamente, cogí una carta que le había escrito y un cassette con una canción dedicada a ella (“Ángel” de John Secada), y me dirigí a su casa. Recuerdo que era de noche cuando llegué. Me sentía envalentonado. Toqué el timbre y salió Kenji. Le dije que quería hablar con su hermana, que si podía llamarla. Ella apareció de inmediato. La saludé y le dije para salir un momento, que tenía algo importante que decirle.    

Fuimos a un parque que estaba cerca de su casa y nos sentamos en el césped al pie de un árbol. La tenue luz de un poste nos iluminaba. Le entregué la carta que le había escrito y el cassette con la canción. “¡Espero que te agrade!”, señalé. Luego, sin mayor preámbulo, invadido por una repentina seguridad y la urgencia de expresarme, le confesé, mirándola a los ojos, que me gustaba, que la quería desde hacía tiempo, e intenté besarla. Sin embargo, ella me retiró el rostro educadamente. Se quedó observándome unos segundos y me dijo que estaba sorprendida, que no se lo esperaba. Menos ahora. Yo me disculpé y le recalqué que estaba interesado en ella, que siempre lo había estado. Tras una pausa, Dana sugirió que saliéramos para conocernos más, ya que a pesar de que nos conocíamos cerca de dos años, en el fondo no sabíamos qué tal nos llevábamos. Yo terminé por aceptar su propuesta y decidimos salir luego de las fiestas.   

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