En el verano de 1998, con el fondo musical de “Todas las flores” de Presuntos Implicados, salí con Dana al cine en cuatro ocasiones. A partir de la segunda cita, decidimos ir a ver Titanic, que era un gran éxito de taquilla en ese momento. Sin embargo, siempre que íbamos al cine, en Miraflores, las entradas estaban agotadas y había un mar de gente haciendo cola. Solo en la última salida logramos nuestro propósito.
Normalmente,
la rutina era llamarla y quedar para un martes o jueves (ambos estábamos de
vacaciones). Luego nos encontrábamos en el Burger King que estaba al costado de
la Universidad Ricardo Palma. Su madre la dejaba y, después de comer una
hamburguesa o un helado, tomábamos un taxi hasta el Cine El Pacífico. Ahí comprábamos
las entradas en la boletería y como aún faltaba para el inicio de la película,
nos íbamos a caminar al parque central de Miraflores o a mirar tiendas en la
avenida Larco. En una de nuestras salidas, entramos a una discotienda (por ese entonces,
era usual comprar discos) y ella me comenzó a hablar maravillas del grupo
Hanson, conformado por tres hermanos adolescentes. Era tal la pasión con la que
hablaba de aquel grupo de moda que yo, aunque tenía poco dinero, terminé
comprándole el cassette con tal de
que se alegrara. Ella se rehusó al principio, pero al final terminó por aceptar
el obsequio y me agradeció con una hermosa sonrisa. Otro día (¿o fue el mismo?),
me compré el disco de Pedro Suárez Vértiz, “(No existen) Técnicas para olvidar”,
y justo cuando estábamos haciendo la cola para entrar al cine, me percaté de que
Pedro estaba unos metros delante de nosotros, junto con su novia. Le dije a
Dana y ella me alentó a acercarme y a pedirle que me firme el disco. Eso hice y
Pedro me escribió una bella dedicatoria que aún conservo: “A Miguel y Dana, con
mucho cariño”.
En
las cuatro oportunidades que salimos, cada vez que veíamos la cinta escogida,
yo intentaba, a mitad de la película, cogerle la mano. Con ese fin, deslizaba lentamente
mi mano a través de la oscuridad y entrelazaba mis dedos con los suyos (¡oh, el
paraíso!). Mas ella, a los pocos segundos, me retiraba delicadamente su suave extremidad
diciendo: “Hace calor”. Y yo me quedaba con un sinsabor, pero con la esperanza de
que a la siguiente no me rechazara.
Recuerdo,
además, que en la segunda salida vimos una película en la que el protagonista
era Mr. Bean, el comediante inglés. Yo me carcajeaba divertido y ella me miraba
asombrada y se reía. También se me viene a la mente, la vez que regresamos a su
casa en una combi de la línea Chama, aquella de colores rojo y verde. Estábamos
sentados adelante, junto al chofer, y conversábamos de lo más entretenidos: yo
le conté que me gustaba lo clásico en la música, y ella me dijo que no era de
su agrado; sin embargo, cuando escuchamos por la radio “Rapsodia Bohemia” de
Queen, y le di como ejemplo de “clásico” esa canción, ella me respondió que también
le gustaba y que pensó, en un inicio, que me estaba refiriendo a la música
clásica. Finalmente un día, en la boletería, no sabíamos qué película ver. No nos
poníamos de acuerdo. Entonces, Dana se acercó a unas chicas mayores (de veinte
años o poco más) y les preguntó qué nos recomendaban. Ellas le dieron un par de
sugerencias y luego nos dijeron, tras mirarnos: “Lo importante, chicos, es que
la pasen bien”. Yo, que estaba a un par de metros, las observé con semblante arisco,
pero supe muy bien a qué se referían.
Fue
por ese tiempo, que yo había vuelto a ver La
Bamba. Y estaba fascinado con la cinta, pues además de ser conmovedora,
había una canción que se titulaba “Dana”, y que le dedicaba el protagonista, el
cantante Ritchie Valens, a su chica. Yo quería
conseguir la canción para dedicársela a mi Dana. Pero en ese entonces, no había
Google ni Youtube y era difícil encontrarla. Así que, luego de revisar las
Páginas Amarillas, llamé a las discotiendas de la ciudad y pregunté si tenían
la banda sonora de la película. A la tercera llamada, fue la vencida. Tras
conseguir el dinero, fui a la tienda en Larco, compré el disco y se lo regalé en
una de nuestras salidas.
Es
curioso, hasta el día de hoy evoco cada una de las citas que tuvimos ese verano del 98 (aunque muchas imágenes se
entremezclan). Pero, salvo esos intentos medrosos de querer cogerle la mano y
sus educados desplantes, no le volví a mencionar que estaba loco por ella. Al
menos, no directamente. Claro, ahora que lo pienso, yo sí se lo decía en cada
detalle que tenía, en cada gesto o palabra cariñosa, en la manera de tratarla, de
estar pendiente de ella. Sin embargo, es cierto que no le dije: “¡Dana, te amo.
Quiero estar contigo!”. De repente, ella no dejó que le cogiera la mano,
porque, primero, tenía que confesarle que la quería.
***
Una
tarde, que estaba en su cocina (ahora sus papás ya nos dejaban conversar a
solas), nos pusimos a charlar sobre la película Titanic, que vimos días antes y nos había gustado. Yo hice una
broma al respecto y ella se rio. Aproveché para soltar un comentario velado
insinuando mi interés. Dana, de pronto, me miró desafiante y, cansada de mis
rodeos, me inquirió: “¡Dime qué buscas, Miguel!”. Y yo le dije, sí, le dije, nuevamente,
con esa timidez de adolescente, que quería estar con ella, que me gustaba
mucho. Dana sentada en una silla de madera, con los codos apoyados en la mesa,
me miró en silencio, como escrutándome, durante un par de segundos. Luego me
respondió que, por el momento, quería estar sola. Que no me iba a negar que
antes me hubiera dicho que sí (cuando recién me conoció), pero que ahora tenía
dudas y que no quería estar con nadie por el momento. Yo la miré aliviado (?) de
por fin haberle dicho lo que tenía que decirle y, no sé por qué, no le volví a
insistir (aún entonces no sabía que cuando una mujer dice que “No”, puede estar
diciendo lo contrario). Y contesté como mentecato: “Bueno, Dana, si eso es lo
que quieres, está bien”. Y ella, al verme recibir su negativa tan calmo, ¡tan bobalicón!,
¡tan zopenco!, me respondió: “Por tu reacción, parece que ya me olvidaste y te
vas a conseguir otra”.
***
Seguro
muchos que lean esto, dirán qué tal gilipollas que era. Y en parte tienen
razón, pero hay que entender que yo (o ese adolescente que fui) había estudiado
en un colegio de hombres y, por tanto, no tenía la menor idea de lo compleja
que era la sicología de una mujer. Además, era un chiquillo tímido, bonachón
(demasiado entonces) y, como muchos a esa edad, todavía no confiaba en mí. Pero
a mi favor tenía que era sincero, transparente, detallista, puro corazón. Y a
pesar de mis torpezas, tras esa conversación en su cocina, yo seguía visitándola,
seguía tratando de conocerla, como si esperase que un día, por fin, nos besáramos
y todo sucediera como en sueños.
Así
llegó agosto de 1998, mes en el que Dana cumplía diecisiete años. Ya estaba en
quinto de media y yo, en el cuarto ciclo de la universidad (y en los estudios
me seguía yendo pésimo). El día de su santo, fui a su casa en la tarde –la
noche anterior le escribí un poema muy cursi que terminé desechando–. Toqué el
timbre y nadie me contestó. Volví a tocar, pero no tuve suerte. Era inicios de
semana: lunes o martes. Pensé que de repente habían salido a comer a algún
lugar. Entonces me comencé a marchar; sin embargo, al llegar a una esquina, se
me ocurrió llamar desde un teléfono público. Me sorprendió escuchar la suave
voz de Dana. Le dije que había estado minutos antes en su domicilio, pero nadie
me abrió. Ella me señaló (¿a manera de excusa?) que recién acababan de llegar y
que si quería podía venir a su casa. Estaba con sus padres, su hermano y una
prima. Yo le contesté que iría de inmediato.
Cuando
llegué, estaban sentados todos en el amplio comedor. Ella estaba vestida como
un día normal, pero yo igual la veía linda: un short amarillo, un polo blanco con
un estampado del ratón Mickey y unas sandalias. Su cabello negro caía sobre sus
hombros y los flamantes bráquets le sentaban muy bien. Estuvimos con su
familia, incluida su prima, conversando. Sus padres, no me quejo, me trataban
muy bien, aunque a veces sentía que su padre me miraba por debajo del hombro. Después,
le cantamos su Happy Birthday a Dana y la felicitamos. Tras comer la torta, su
prima se despidió y Kenji, Dana y yo nos retiramos a la salita de la entrada a
jugar Super Nintendo. Era la primera vez que jugábamos los tres juntos.
Recuerdo que nos pusimos a jugar Street Fighter y luego Mortal Combat. En un
momento, no sé bien cuándo, lo que empezó como un juego terminó en una disputa entre
los dos. Cada vez que nos teníamos que enfrentar en la pelea virtual, y ella me
lograba ganar, me lo restregaba en la cara, me recriminaba, se mofaba y me miraba
despectivamente. Y yo, extrañado por su comportamiento, me dejaba “golpear” sin
ningún tipo de reacción y, si le respondía, era solo para no caer “derribado”. Y
pensaba: “¿Por qué diantres se comporta así? ¿Qué quiere demostrarme?”. La
verdad es que sus palabras me herían, más si ella era la persona de la cual había
estado enamorado.
No
sé qué pretexto di, pero en un momento me levanté y les dije que me tenía que
ir. Estaba desconcertado, fastidiado, irritado por su comportamiento. “¡No vale
la pena!”, pensé. Esa noche, cuando me despedí de Kenji y Dana, sabía que ya no
regresaría y que algo se había terminado por quebrar. Además de mi corazón. Mientras
caminaba de regreso a mi casa, en medio de la calzada vacía, el sol había dado
paso a una ligera lluvia. Esas gotas que caían del cielo, las sentía como
pequeños puñales que atravesaban mi cuerpo. Estaba, por primera vez,
decepcionado de la vida y me prometí nunca más volver.
***
Una
semana después, Dana llamó a mi casa. Me dijo para ir al Bowling de Miraflores.
Yo, aún con la herida, le contesté que no podía, que estaba ocupado. Me
preguntó si me pasaba algo. Por supuesto, le dije que nada. Luego me llamó otra
vez, pero yo respondí lo mismo. No quería saber nada de ella. Y solo escribía un
diario personal y me reprochaba lo tonto que había sido por haber tratado como reina
a una mujer que no se lo merecía.
La
última vez que me llamó fue en el verano del 99. Dana se estaba preparando para
ingresar a la universidad y me pidió algunos consejos. Tras dárselos, me
agradeció y me dijo para salir. “¿Con qué fin?”, pregunté serio. “Para
salir…como amigos”, respondió. Y yo, de manera seca y tajante, contesté: “¡No. Ya
para qué!”. Eso fue todo. Nunca más volvió a llamar. Más aún, ya casi no volví
a visitar su casa. Quería olvidarla. Alejarme de su vida. Era como si un día, de
la noche a la mañana, hubiese descubierto que ella no merecía mi amor.
Y
sin querer, también me alejé de su hermano, que fue siempre un buen y leal
amigo. Era el precio que tenía que pagar para olvidarla.
***
La
última vez que la vi, fue un año y medio después. Había ido a su casa a devolverle
unos discos a Kenji. Estuve una media hora conversando con él en la salita de la
entrada. Dana, como era costumbre, bajó las escaleras y la saludé con cortesía.
Cruzamos algunas frases banales. En ese momento, me di cuenta que ya la había
olvidado.
Lo que
ella nunca sabrá es que tardé bastante en sacarla de mi corazón, que pasé
noches de noches rumiando mi dolor, escribiendo todo el rencor que tenía en mi
diario y escuchando la canción de Pedro Suárez Vértiz, “Cuéntame”, que termina
así: “No me llores, no me abraces. /No me
abraces, no hagas nada. /Que yo sé nada. /Cuéntame sobre tu vida/ cuéntame
sobre tu vida /porque de ti no queda nada/ NO QUEDA NADA. / YO ESTUVE LOCO POR
TI”.
Epílogo
Han
pasado catorce años desde aquella vez que Dana me rompió el corazón. Ya debe
tener treinta y un años. ¡Cómo se pasa el tiempo! Y no sé nada de ella. No
figura su nombre en el Facebook o en alguna red social. Sé que estudió Sicología.
Sé que su hermano Kenji se casó y tiene una hijita; sé también que viste de
negro: le gusta la música metal. Pero de ella, nada. ¿Qué habrá sido de su vida?
A veces, cuando me pongo a pensar en la mía, me acuerdo de Dana. Y recuerdo,
inevitablemente, aquella vez que me clavó esos puñales con sus palabras y su
mirada… Ahora la comprendo un poco más, tal vez no era su intención,
simplemente se comportó como la adolescente inmadura que correspondía a su edad,
y cuando quiso enmendar su error ya era demasiado tarde. Tal vez, yo también, me
tomé muy a pecho lo que ella me dijo en aquella ocasión, bastaba con que me
pidiera perdón cuando me llamó por teléfono. Pero a esa edad uno es orgulloso y
los dos cometimos errores que nos separaron. Ahora que lo veo a la distancia,
creo que estuvo bien que me alejara, pero también sé que caímos en desaciertos
que se pudieron enmendar. No sé ella, pero Dana marcó mi vida, fue mi primer
amor (fallido), y siempre la recordaré. Un abrazo a la distancia, para dejar
atrás los rencores del pasado y seguir en el camino de la vida con fe. ¡Te
deseo, Dana, donde estés, lo mejor! ¡Te quiero!
Setiembre
del 2012
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