jueves, 19 de marzo de 2015

Dana (parte 3)


En el verano de 1998, con el fondo musical de “Todas las flores” de Presuntos Implicados, salí con Dana al cine en cuatro ocasiones. A partir de la segunda cita, decidimos ir a ver Titanic, que era un gran éxito de taquilla en ese momento. Sin embargo, siempre que íbamos al cine, en Miraflores, las entradas estaban agotadas y había un mar de gente haciendo cola. Solo en la última salida logramos nuestro propósito.  

Normalmente, la rutina era llamarla y quedar para un martes o jueves (ambos estábamos de vacaciones). Luego nos encontrábamos en el Burger King que estaba al costado de la Universidad Ricardo Palma. Su madre la dejaba y, después de comer una hamburguesa o un helado, tomábamos un taxi hasta el Cine El Pacífico. Ahí comprábamos las entradas en la boletería y como aún faltaba para el inicio de la película, nos íbamos a caminar al parque central de Miraflores o a mirar tiendas en la avenida Larco. En una de nuestras salidas, entramos a una discotienda (por ese entonces, era usual comprar discos) y ella me comenzó a hablar maravillas del grupo Hanson, conformado por tres hermanos adolescentes. Era tal la pasión con la que hablaba de aquel grupo de moda que yo, aunque tenía poco dinero, terminé comprándole el cassette con tal de que se alegrara. Ella se rehusó al principio, pero al final terminó por aceptar el obsequio y me agradeció con una hermosa sonrisa. Otro día (¿o fue el mismo?), me compré el disco de Pedro Suárez Vértiz, “(No existen) Técnicas para olvidar”, y justo cuando estábamos haciendo la cola para entrar al cine, me percaté de que Pedro estaba unos metros delante de nosotros, junto con su novia. Le dije a Dana y ella me alentó a acercarme y a pedirle que me firme el disco. Eso hice y Pedro me escribió una bella dedicatoria que aún conservo: “A Miguel y Dana, con mucho cariño”.  

En las cuatro oportunidades que salimos, cada vez que veíamos la cinta escogida, yo intentaba, a mitad de la película, cogerle la mano. Con ese fin, deslizaba lentamente mi mano a través de la oscuridad y entrelazaba mis dedos con los suyos (¡oh, el paraíso!). Mas ella, a los pocos segundos, me retiraba delicadamente su suave extremidad diciendo: “Hace calor”. Y yo me quedaba con un sinsabor, pero con la esperanza de que a la siguiente no me rechazara.

Recuerdo, además, que en la segunda salida vimos una película en la que el protagonista era Mr. Bean, el comediante inglés. Yo me carcajeaba divertido y ella me miraba asombrada y se reía. También se me viene a la mente, la vez que regresamos a su casa en una combi de la línea Chama, aquella de colores rojo y verde. Estábamos sentados adelante, junto al chofer, y conversábamos de lo más entretenidos: yo le conté que me gustaba lo clásico en la música, y ella me dijo que no era de su agrado; sin embargo, cuando escuchamos por la radio “Rapsodia Bohemia” de Queen, y le di como ejemplo de “clásico” esa canción, ella me respondió que también le gustaba y que pensó, en un inicio, que me estaba refiriendo a la música clásica. Finalmente un día, en la boletería, no sabíamos qué película ver. No nos poníamos de acuerdo. Entonces, Dana se acercó a unas chicas mayores (de veinte años o poco más) y les preguntó qué nos recomendaban. Ellas le dieron un par de sugerencias y luego nos dijeron, tras mirarnos: “Lo importante, chicos, es que la pasen bien”. Yo, que estaba a un par de metros, las observé con semblante arisco, pero supe muy bien a qué se referían.    

Fue por ese tiempo, que yo había vuelto a ver La Bamba. Y estaba fascinado con la cinta, pues además de ser conmovedora, había una canción que se titulaba “Dana”, y que le dedicaba el protagonista, el cantante Ritchie Valens, a su chica.  Yo quería conseguir la canción para dedicársela a mi Dana. Pero en ese entonces, no había Google ni Youtube y era difícil encontrarla. Así que, luego de revisar las Páginas Amarillas, llamé a las discotiendas de la ciudad y pregunté si tenían la banda sonora de la película. A la tercera llamada, fue la vencida. Tras conseguir el dinero, fui a la tienda en Larco, compré el disco y se lo regalé en una de nuestras salidas.  
   
Es curioso, hasta el día de hoy evoco cada una de las citas que tuvimos ese  verano del 98 (aunque muchas imágenes se entremezclan). Pero, salvo esos intentos medrosos de querer cogerle la mano y sus educados desplantes, no le volví a mencionar que estaba loco por ella. Al menos, no directamente. Claro, ahora que lo pienso, yo sí se lo decía en cada detalle que tenía, en cada gesto o palabra cariñosa, en la manera de tratarla, de estar pendiente de ella. Sin embargo, es cierto que no le dije: “¡Dana, te amo. Quiero estar contigo!”. De repente, ella no dejó que le cogiera la mano, porque, primero, tenía que confesarle que la quería.   
 

***
Una tarde, que estaba en su cocina (ahora sus papás ya nos dejaban conversar a solas), nos pusimos a charlar sobre la película Titanic, que vimos días antes y nos había gustado. Yo hice una broma al respecto y ella se rio. Aproveché para soltar un comentario velado insinuando mi interés. Dana, de pronto, me miró desafiante y, cansada de mis rodeos, me inquirió: “¡Dime qué buscas, Miguel!”. Y yo le dije, sí, le dije, nuevamente, con esa timidez de adolescente, que quería estar con ella, que me gustaba mucho. Dana sentada en una silla de madera, con los codos apoyados en la mesa, me miró en silencio, como escrutándome, durante un par de segundos. Luego me respondió que, por el momento, quería estar sola. Que no me iba a negar que antes me hubiera dicho que sí (cuando recién me conoció), pero que ahora tenía dudas y que no quería estar con nadie por el momento. Yo la miré aliviado (?) de por fin haberle dicho lo que tenía que decirle y, no sé por qué, no le volví a insistir (aún entonces no sabía que cuando una mujer dice que “No”, puede estar diciendo lo contrario). Y contesté como mentecato: “Bueno, Dana, si eso es lo que quieres, está bien”. Y ella, al verme recibir su negativa tan calmo, ¡tan bobalicón!, ¡tan zopenco!, me respondió: “Por tu reacción, parece que ya me olvidaste y te vas a conseguir otra”.


***
Seguro muchos que lean esto, dirán qué tal gilipollas que era. Y en parte tienen razón, pero hay que entender que yo (o ese adolescente que fui) había estudiado en un colegio de hombres y, por tanto, no tenía la menor idea de lo compleja que era la sicología de una mujer. Además, era un chiquillo tímido, bonachón (demasiado entonces) y, como muchos a esa edad, todavía no confiaba en mí. Pero a mi favor tenía que era sincero, transparente, detallista, puro corazón. Y a pesar de mis torpezas, tras esa conversación en su cocina, yo seguía visitándola, seguía tratando de conocerla, como si esperase que un día, por fin, nos besáramos y todo sucediera como en sueños.

Así llegó agosto de 1998, mes en el que Dana cumplía diecisiete años. Ya estaba en quinto de media y yo, en el cuarto ciclo de la universidad (y en los estudios me seguía yendo pésimo). El día de su santo, fui a su casa en la tarde –la noche anterior le escribí un poema muy cursi que terminé desechando–. Toqué el timbre y nadie me contestó. Volví a tocar, pero no tuve suerte. Era inicios de semana: lunes o martes. Pensé que de repente habían salido a comer a algún lugar. Entonces me comencé a marchar; sin embargo, al llegar a una esquina, se me ocurrió llamar desde un teléfono público. Me sorprendió escuchar la suave voz de Dana. Le dije que había estado minutos antes en su domicilio, pero nadie me abrió. Ella me señaló (¿a manera de excusa?) que recién acababan de llegar y que si quería podía venir a su casa. Estaba con sus padres, su hermano y una prima. Yo le contesté que iría de inmediato.

Cuando llegué, estaban sentados todos en el amplio comedor. Ella estaba vestida como un día normal, pero yo igual la veía linda: un short amarillo, un polo blanco con un estampado del ratón Mickey y unas sandalias. Su cabello negro caía sobre sus hombros y los flamantes bráquets le sentaban muy bien. Estuvimos con su familia, incluida su prima, conversando. Sus padres, no me quejo, me trataban muy bien, aunque a veces sentía que su padre me miraba por debajo del hombro. Después, le cantamos su Happy Birthday a Dana y la felicitamos. Tras comer la torta, su prima se despidió y Kenji, Dana y yo nos retiramos a la salita de la entrada a jugar Super Nintendo. Era la primera vez que jugábamos los tres juntos. Recuerdo que nos pusimos a jugar Street Fighter y luego Mortal Combat. En un momento, no sé bien cuándo, lo que empezó como un juego terminó en una disputa entre los dos. Cada vez que nos teníamos que enfrentar en la pelea virtual, y ella me lograba ganar, me lo restregaba en la cara, me recriminaba, se mofaba y me miraba despectivamente. Y yo, extrañado por su comportamiento, me dejaba “golpear” sin ningún tipo de reacción y, si le respondía, era solo para no caer “derribado”. Y pensaba: “¿Por qué diantres se comporta así? ¿Qué quiere demostrarme?”. La verdad es que sus palabras me herían, más si ella era la persona de la cual había estado enamorado.        

No sé qué pretexto di, pero en un momento me levanté y les dije que me tenía que ir. Estaba desconcertado, fastidiado, irritado por su comportamiento. “¡No vale la pena!”, pensé. Esa noche, cuando me despedí de Kenji y Dana, sabía que ya no regresaría y que algo se había terminado por quebrar. Además de mi corazón. Mientras caminaba de regreso a mi casa, en medio de la calzada vacía, el sol había dado paso a una ligera lluvia. Esas gotas que caían del cielo, las sentía como pequeños puñales que atravesaban mi cuerpo. Estaba, por primera vez, decepcionado de la vida y me prometí nunca más volver.         


***
Una semana después, Dana llamó a mi casa. Me dijo para ir al Bowling de Miraflores. Yo, aún con la herida, le contesté que no podía, que estaba ocupado. Me preguntó si me pasaba algo. Por supuesto, le dije que nada. Luego me llamó otra vez, pero yo respondí lo mismo. No quería saber nada de ella. Y solo escribía un diario personal y me reprochaba lo tonto que había sido por haber tratado como reina a una mujer que no se lo merecía.

La última vez que me llamó fue en el verano del 99. Dana se estaba preparando para ingresar a la universidad y me pidió algunos consejos. Tras dárselos, me agradeció y me dijo para salir. “¿Con qué fin?”, pregunté serio. “Para salir…como amigos”, respondió. Y yo, de manera seca y tajante, contesté: “¡No. Ya para qué!”. Eso fue todo. Nunca más volvió a llamar. Más aún, ya casi no volví a visitar su casa. Quería olvidarla. Alejarme de su vida. Era como si un día, de la noche a la mañana, hubiese descubierto que ella no merecía mi amor.

Y sin querer, también me alejé de su hermano, que fue siempre un buen y leal amigo. Era el precio que tenía que pagar para olvidarla.  
   

***
La última vez que la vi, fue un año y medio después. Había ido a su casa a devolverle unos discos a Kenji. Estuve una media hora conversando con él en la salita de la entrada. Dana, como era costumbre, bajó las escaleras y la saludé con cortesía. Cruzamos algunas frases banales. En ese momento, me di cuenta que ya la había olvidado.

Lo que ella nunca sabrá es que tardé bastante en sacarla de mi corazón, que pasé noches de noches rumiando mi dolor, escribiendo todo el rencor que tenía en mi diario y escuchando la canción de Pedro Suárez Vértiz, “Cuéntame”, que termina así: “No me llores, no me abraces. /No me abraces, no hagas nada. /Que yo sé nada. /Cuéntame sobre tu vida/ cuéntame sobre tu vida /porque de ti no queda nada/ NO QUEDA NADA. / YO ESTUVE LOCO POR TI”

Epílogo
Han pasado catorce años desde aquella vez que Dana me rompió el corazón. Ya debe tener treinta y un años. ¡Cómo se pasa el tiempo! Y no sé nada de ella. No figura su nombre en el Facebook o en alguna red social. Sé que estudió Sicología. Sé que su hermano Kenji se casó y tiene una hijita; sé también que viste de negro: le gusta la música metal. Pero de ella, nada. ¿Qué habrá sido de su vida? A veces, cuando me pongo a pensar en la mía, me acuerdo de Dana. Y recuerdo, inevitablemente, aquella vez que me clavó esos puñales con sus palabras y su mirada… Ahora la comprendo un poco más, tal vez no era su intención, simplemente se comportó como la adolescente inmadura que correspondía a su edad, y cuando quiso enmendar su error ya era demasiado tarde. Tal vez, yo también, me tomé muy a pecho lo que ella me dijo en aquella ocasión, bastaba con que me pidiera perdón cuando me llamó por teléfono. Pero a esa edad uno es orgulloso y los dos cometimos errores que nos separaron. Ahora que lo veo a la distancia, creo que estuvo bien que me alejara, pero también sé que caímos en desaciertos que se pudieron enmendar. No sé ella, pero Dana marcó mi vida, fue mi primer amor (fallido), y siempre la recordaré. Un abrazo a la distancia, para dejar atrás los rencores del pasado y seguir en el camino de la vida con fe. ¡Te deseo, Dana, donde estés, lo mejor! ¡Te quiero!        

                                                                                                   Setiembre del 2012

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