jueves, 19 de marzo de 2015

Dana (parte 1)


Conocí a Dana en el verano de 1996. Acababa de terminar el colegio y estaba preparándome en una Pre para ingresar a la universidad. Ahí me había hecho amigo de Kenji, que postulaba a la carrera de Contabilidad, siguiendo la tradición de su familia. Con él teníamos gustos en común: el básquet, los videojuegos, la música. Además, éramos bien tranquilos (pero no aburridos) y, al mes de frecuentarnos, íbamos a las discotecas de Miraflores a conocer chicas. Un día de febrero, me dijo para ir a su casa y en el camino (él vivía en Monterrico, cerca al colegio La Inmaculada) me contó que tenía una hermana y, no sé por qué, pensé que terminaría enamorándome.

La casa de Kenji era de dos pisos, de color blanca. Tenía unas rejas negras en la fachada y un pequeño jardín y un estacionamiento antes de ingresar a la puerta.  Dos o tres veces a la semana iba a jugar Super Nintendo o a escuchar los videos de MTV en su cuarto. Recuerdo un día que estábamos jugando un videojuego de fútbol en la salita de la entrada, y su hermana bajó las escaleras y me saludó. No me equivoqué: era simpática como me la había imaginado. Tenía catorce años y se llamaba Dana. Era delgada, de mediana estatura, el rostro ovalado, el cabello negro largo y los ojos color de miel. Ella, al igual que su hermano, poseía ciertos rasgos orientales. Esto se debía a que su madre, que era guapa, tenía ascendencia italiana; mientras que su padre, que corría tabla, era hijo de inmigrantes japoneses.    

No sé en qué momento me enamoré de Dana. Lo que sí recuerdo es que a los pocos meses, ya no iba a la casa de Kenji a jugar videojuegos, sino básicamente para verla. Y me bastaba con escuchar que bajaba las escaleras y saber que me iba a saludar, para sentirme alegre y algo nervioso. Sin embargo, yo, que le llevaba casi tres años (que a esa edad es un mundo), hacía mi papel de duro e indiferente y no dejaba asomar el interés que ya empezaba a sentir por ella. 

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Me di cuenta, definitivamente, que estaba enamorado de ella, porque, cada vez que volvía a mi casa de la universidad (sí, ya habíamos ingresado Kenji y yo), escuchaba en mi walkman rojo el disco “Pies descalzos”, de Shakira, que me hacía acordar a ella. Además, en ese álbum había una canción con su nombre.  

En agosto, Kenji me informó que iba a celebrar su cumpleaños a mitad de mes. Cumplía dieciocho. También me dijo que su hermana cumplía quince años tres días antes. Y sus padres iban a hacer una fiesta para los dos en su casa. Yo estaba invitado, por supuesto. Desde que recibí la noticia, supe que el día de la fiesta tenía que mostrarle mi interés a Dana; pasar de ser ese chico que solo la saludaba a ser el chico que estaba interesado en ella. La verdad que no tenía muchos indicios de que le pudiera gustar, salvo una vez que su hermano me invitó al Club El Bosque, de la playa, y ella, ante un comentario mío, me dijo con una sonrisa diáfana: “¡Qué lindo!”.       

Recuerdo que en una tienda de regalos compré una pequeña tarjeta y le escribí algo bonito, algo más o menos así: “Feliz 15 años, a la muchacha más dulce que he visto”. Pues bien, ese día de la fiesta, fui con un par de amigos del barrio. Los padres de Kenji habían armado una pista de baile en el jardín posterior, con un DJ que ponía la música y un joven que repartía sánguches y bebidas. El ambiente era perfecto.   

La primera hora estuve sentado conversando con mis amigos y la veía a ella, en una esquina, con un grupo de su edad: llevaba un jean y una camisa celeste abierta, de mangas largas, que mostraba una blusita blanca. En cierto momento, cuando ya había empezado el baile, tomé valor y la saqué a la pista. Bailamos una canción de Los Prisioneros, “Nunca quedas mal con nadie”, y otra de Shakira, “Pies descalzos”. Se la veía linda con el pelo negro cayendo sobre sus hombros y la manera emocionada en que cantaba la canción: “Y ahora estás aquí/queriendo ser feliz/ cuando no te importó un pepino tu destino”. Entonces, aproveché para sacar la tarjeta y entregársela. Dana me sonrió y me agradeció. Se le veía contenta. Yo también lo estaba. Bailamos un par de canciones más y nos despedimos con un beso en la mejilla. Eso fue todo, esa noche.

Sin embargo, a esa edad, yo era un chico tímido e inseguro. Por eso, aunque su hermano ya sabía que me gustaba Dana, yo tenía miedo de que ella me rechazara. ¡Nunca me había declarado a una chica y menos me habían dicho que “No”!

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