miércoles, 22 de noviembre de 2017

Diario de un profesor (54)

Llego a mi clase en el instituto donde laboro. Me toca hoy reemplazar a un profesor. El día anterior preparo mi clase con sumo interés. Tengo que leer un texto con los alumnos y debatirlo. Mi estrategia es ir leyendo con ellos párrafo por párrafo, que ellos subrayen las ideas principales y vayan comentando.

El inicio de la clase es perfecto, los estudiantes -la mayoría jóvenes de 17 a 19 años- muestran buena predisposición y participan con entusiasmo. La sesión se desarrolla con normalidad y yo me siento un buen docente, con talento y experiencia. Luego de la primera hora, comienza el debacle, la tragedia. Poco a poco comienzo a perder el interés de los estudiantes. Una opinión de un alumno genera la risa del salón. Les pido mantener la calma y mantener un diálogo alturado, pero ahora varios hablan a la vez. Subo la voz para callarlos, sin embargo ahora lucen desconcentrados y sin interés. Tengo que quedarme callado para que, luego de varios segundos, los alumnos vayan silenciándose. Logro su atención durante algunos minutos, pero ya no es igual. Una alumna no para de hablar, y me veo obligado a cambiarla de sitio, mas ella termina retirándose del aula. Los últimos diez minutos de la clase me resultan una odisea, un suplicio. Finalizo la sesión totalmente exhausto y abatido.

Ya solo en el aula, medito sobre mi accionar y entiendo que mi error fue no haber cambiado de estrategia pedagógica cuando noté que los estudiantes empezaban a distraerse. Recordé que la alumna que se marchó de la clase, me había comentado antes que se estaba empezando a aburrir, pues ya había leído todos los párrafos del texto. Reflexioné que todos los estudiantes tienen diferentes ritmos de aprendizaje, y que yo debí planificar mi sesión pensando en esto. ¡Gran derrota, gran fracaso, pero que me deja una gran lección, una gran enseñanza en pos de ser un mejor profesor!
 


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