Llego a la universidad abrumado por el trabajo. Es martes y me toca clase en una sección complicada. La clase anterior tuve que llamar la atención a un par de alumnos por estar distraídos y hablar en clase. Francamente, me siento con poca motivación para dictar, pero me dirijo a clase. En el pasillo del pabellón donde dicto, una simpática alumna me saluda con cariño y me dice: "¡Profe, lo extraño! ¡Me gustaba mucho su clase!". Sonrío y la escucho con emoción. Le agradezco sus palabras y me quedo conversando con ella un rato. Le pregunto su nombre para no olvidarlo. Finalmente, nos despedimos con un beso en la mejilla y le deseo lo mejor. Gracias a ella, mi estado de ánimo mejora, me siento motivado, revitalizado y dicto mi clase lo mejor que puedo. Para mi sorpresa, esa tarde no tengo contratiempos. Los alumnos díscolos se comportan bien. Al salir de clase, en dirección a mi otra sección, recuerdo que lo mismo de hoy ya me había pasado en algunas otras ocasiones, unas tres o cuatro veces. Pienso: los alumnos también nos salvan con sus palabras, palabras mágicas que nos alientan a seguir en la brega y dar lo mejor de uno.
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