lunes, 27 de febrero de 2017

Un año más de vida

Mañana cumplo un año más de vida. Recuerdo que hace unos años escuché decir al escritor y cineasta chileno Alberto Fuguet lo siguiente: "Cuando tenía 34 años sentía que estaba envejeciendo por minuto". No sentí eso cuando cumplí esa edad, tampoco me pasó a los 35 o 36. Por el contrario, me sentía joven, en la mejor edad de mi vida. Recién entendí esa frase el año pasado que cumplí 37. Precisamente el año en que me comenzaron a decir "señor". Ahí entendí que nadie se salvaba del paso del tiempo. Que el reloj de arena de la juventud se estaba agotando. Recordé cuando tenía 22 años y, a pesar de que ya era consciente de la rapidez con la que pasaban los años, veía lejano, por no decir nunca, que yo empezara a envejecer. "Los demás podrán envejer, pero yo no", pensaba ilusamente. Sin embargo, en los últimos dos años, a pesar de que aún soy y me siento joven, las canas han aumentado en buen número; he engordado unos cinco kilos (a pesar de que hago deporte y como sano); he sentido que mi cuerpo ha comenzado a cambiar y asemejarse más al cuerpo de un hombre adulto... Es así, es la vida, es el paso del tiempo. Y ni siquiera los que parecíamos chibolos nos salvamos. Recuerdo que recién a los 14 me comenzaron a  decir joven, pues haste los 13 me decían "niño" y muchos adultos, por mi escaso tamaño, pensaban que estaba en primaria. Recuerdo cuando tenía 26 años y mis amigos pensaban que tenía 21. Veo mis fotos cuando cumplí 30 años y se me veía un jovencito de 25. Recuerdo que a esa edad (30) salía con una chiquilla de 18 y ella pensaba que tenía mucho menos. ....Pero los años pasaron: ahora voy a las discotecas y cuando quiero sacar a bailar a una jovencita de 20 o 21, veo en muchas el rostro de que ya les pareces mayor, como muy "tío" para ellas -y muy mocosas para ti-. Pensé que nunca iba a llegar a esa edad, mas ya ocurrió... A pesar de lo anterior, sé que estoy en la mejor etapa de mi vida: en esa edad en que se mezcla, aún, la juventud y la madurez; y lo único que queda es gozar al máximo, aprovechar cada oportunidad y llegar lo más lejor que uno pueda, siempre manteniendo la humildad y sin perder nuestra esencia.

lunes, 20 de febrero de 2017

Diario de un profesor (41)

Hoy culminé un nuevo ciclo en el instituto donde enseño. A diferencia de otros ciclos, este ha sido un semestre tranquilo ya que he tenido pocas aulas a cargo y mis alumnos -adolescentes de 17 a 20 años- eran muchachos buenos y tranquilos. Es decir, he tenido suerte, ya que en otras oportunidades siempre me ha tocado al menos un aula que me ha costado sangre, sudor y lágrimas llevarla a buen puerto: esos salones de muchachos inquietos a los que es difícil tenerlos callados más de quince minutos... En cambio, en este ciclo, no he tenido problemas de ese tipo, mi único reto ha sido tratar de enseñar bien y espero, ojalá, haberlo logrado. Por supuesto, que lo he intentado y di lo mejor de mí, pero siempre me quedo con un ligero sinsabor: el rostro ausente de alguna chica o chico al cual no llegué a persuadir o involucrar en mi curso. ¿Cómo tocar las fibras más íntimas de un adolescente? ¿Cómo avivar el brillo de sus ojos? Recuerdo cuando tenía 19 años, y había ingresado a la Facultad de Comunicaciones. Aún entonces me sentía a la deriva y los estudios y la universidad no me decían nada de la vida: los cursos me parecían aburridos, insípidos. Fue entonces que conocí al profesor Luna Victoria, que enseñaba un curso que vinculaba la Filosofía con las Comunicaciones. Al principio no le entendía nada, pues hablababa en un lenguaje hermético. Pero me conmovía como daba la vida en el aula de clase. Pareciera que estaba ante un ring de box y sus palabras eran como golpes que buscaban hacernos reaccionar. Fue por eso que comencé a tratar de entenderlo, aunque sin mucho éxito. Ese semestre solo obtuve un 13 con él. Al ciclo siguiente, llevé otro curso con Luna Victoria y obtuve una nota similar. Un par de años más tarde, a los veintidós, me inscribí en una asignatura electiva con él. A esa edad ya estaba más leído y ahora sí lo entendía. Mi meta era, sabiendo que era mi último curso con aquel, tener una buena nota y no esos mediocres treces de antes. El trabajo final era un ensayo sobre pintura contemporánea. Recuerdo que estuve un par de días en la biblioteca de la Universidad recopilando información. Pero la noche previa a la entrega, que era a las 9 am del día siguiente, mi ensayo aún estaba en pañales y me sentía deseperado frente a la computadora, pues no podía expresar y organizar mis ideas. Me sentía impotente y pensé que otra vez iba a obtener una nota mediocre. Pero no. Esa noche no me conformé. No me fui a dormir derrotado como otras noches. Sino que me quedé toda la madrugada escribiendo. Poco a poco las ideas comenzaron a brotar como por arte de magia y cerca de las seis, con las primeras luces de la mañana, terminé mi bendito ensayo con una sensación de triunfo. Una semaña después fui a recoger mi nota y el profesor me hizo pasar a su pequeña oficina y me felicitó por mi "excelente ensayo" y me dijo que lo iba a "obsequiar" al Museo de Arte de Lima. Incluso lo alabó en frente de otros alumnos. Yo estaba feliz, pues a pesar que me puso 16 (17 era la nota máxima que ponía), para mí era como un 20...Pues ese mismo brillo o llama de curiosidad que aquel inolvidable profesor (y otros profesores) despertaron en mí, es lo que yo sueño lograr con mis estudiantes. ¡Seguiré en la brega, en la lucha ardua! ¡Seguiré batallando!

Diario de un profesor (40)

El jueves pasado, de manera inesperada, amanecí mal: me dolía el estómago, me sentía mareado y débil. Menos mal, era mi día libre y pude recuperarme para el viernes que sí tenía clases. Durante la tarde de ese jueves, con una taza de anís en las manos, y tirado en un sofá con rostro de moribundo, pensé que durante los 8 años y medio que llevaba dedicado a la docencia (6 años de manera interrumpida), nunca había faltado a una clase por enfermedad. La única clase a la que me había ausentado (con justificación) fue cuando presenté mi primer libro de cuentos en el 2011...Entonces, recordé el caso de muchos colegas que -debido al arduo trajín, el estrés, la tensión acumulada o el simple azar- no pudieron asistir a la institución donde laboran. Recordé también las palabras de una amiga docente de un colegio nacional emblemático: "El profesor, al menos una vez al año, se enferma. Es inevitable". Agradecí, por tanto, gozar de buena salud y de poder, a pesar de las dificultades, haber podido impartir -en todos esos años- mi materia con todas mis facultades y no mermado o disminuido. Aunque también cavilé que, inevitablemente, algún día, en el futuro, me tocaría enfermarme y no asistir. ¡Así es la vida y hay que estar preparado!