domingo, 28 de mayo de 2017

Maratón Movistar 2017

El pasado domingo 21 de mayo, hace una semana, corrí la distancia de 21 kilómetros en la carrera Movistar, que es una de las más importantes del circuito atlético peruano. Los dos años previos, había participado en la distancia de 10 kilómetros con una participación digna o regular. Era la primera vez que partipaba en una distancia tan larga como 21 kilómetros y me había preparado más o menos bien: de lunes a viernes, corría interdiario media hora; y los sábados o domingos, corría de 1 hora hasta 1 hora y 45 minutos. Dos días antes corrí dicha distancia y el día previo a la competencia practiqué piques de 400 metros. Calculaba correr la distancia en 1 hora y 59 minutos. Sin embargo, el día de la carrera marqué 1hora, 56 minutos y 19 segundos. Me ubiqué en el puesto 923 entre poco menos de 4 mil participantes, y en mi categoría (de 35 a 39 años) me ubiqué en el puesto 139. 

Me gustó correr la distancia. Me resultó emocionante, retador, aunque gran parte del recorrido veía que mucha gente me pasaba. Sin embargo, no perdí la calma. Sabía que era una distancia larga y que mi éxito radicaba en mantener un ritmo constante y en guardar energía para los últimos 5 kilómetros. Me había olvidado mi reloj y corrí más por intuición siguiendo a un grupo que mantenía un buen ritmo. Los kilómetros se sucedían rápidamente. Los distritos, con sus calles diversas, iban desfilando ante mis ojos y, a veces, a pesar de mi cansancio, levantaba el rostro para contemplar las bellas fotografías de mi ciudad. Mientras corrías, veías multitud de atletas de los más diversos: razas, contexturas, tamaños, etc. Ahí en medio de la carrera, como una metáfora de la vida, eras consciente de ser una escasa gotita de agua dentro del océano. La palpable comprobación de que no corrías contra ellos, sino contra ti mismo. 

En los últimos 5 kilómetros, noté que aún tenía energía. Que a pesar del sudor que recorría todo mi cuerpo, podía ir un poco más rápido y comenzar a pasar atletas. Fue así que en ese último tramo fui sobrepasando a aquellos compañeros de ruta. Cuando escuché que estaba en el último kilómetro, y contemplé al fondo la meta, aceleré sin saber cómo. La cuestión es que corría más con el corazón que con el físico. Debía dar mi último esfuerzo y me imaginé en el colegio cuando corría como el viento. Al cruzar la meta, totalmente exhausto, y ver que había hecho tres minutos menos del tiempo esperado, me alegré y supe que había cumplido un sueño más...El próximo año intentaré la maratón completa: ¡¡¡los 42 kilómetros!!!



sábado, 20 de mayo de 2017

Diario de un profesor (46)

Los miércoles tengo reunión de coordinación en el instituto donde laboro. Además de la coordinadora, la acompañaba un profesor a tiempo completo. Era un hombre de poco más de 40 años, bajo, trigueño, de contextura mediana. A pesar de ser uno de los profesores con más experiencia del área, se le veía nervioso (al menos así yo lo noté). A veces, tartamuedeaba al expresar sus ideas y su rostro dibujaba muecas involuntarias. En ciertos momentos, hablaba muy rápido y no le entendía lo que decía. Tenía rostro de "chico bueno", tranquilo, que ha sido "medio lorna" en el colegio. Sin embargo, a pesar de eso, se notaba a leguas que tenía convicciones y, por eso, todos los profesores lo escuchabamos con respeto y atención. Sin duda, mientras escuchaba a aquel coordinador, me identifiqué con él. Al principio con leve molestia y luego con gracia, pues aquel coordinador era como yo. Las mismas virtudes y defectos. Me vi reflejado como un espejo y valoré que él, a pesar de sus "defectos", hubiese llegado lejos. Creo, personalmente, que para ser un buen profesor lo más importante es la vocación de servicio, la pasión. ¿Y el carácter? ¡El carácter nace de nuestras convicciones!

miércoles, 10 de mayo de 2017

Diario de un profesor (45)

Esa mañana, tenía que dictar clase a las once de la mañana. Llegué temprano al instituto (diez y cuarto) y me dirigí a la biblioteca a repasar mi sesión y esperar la hora. Me senté en un pupitre y desde los ventanales veía a los estudiantes  desplazarse por el campus. Me sentía nervioso. Más nervioso que en otras ocasiones. La clase anterior me había costado sudor y lágrimas atraer la atención de esos alumnos inquietos. Pensaba, ahí sentado, que debía tomarlo con calma, que estando tranquilo, o controlando mis nervios, haría una mejor performance. Respiré hondo y me decía: "Canaliza  tus nervios como una energía positiva". "Ayer preparaste bien tu sesión y si te tranquilizas todo va a salir bien". El corazón me latía y en el pecho sentía como electricidad. Entré al aula con una sonrisa que escondía mi temor, mi miedo a no hacerlo bien. Como cuando era niño y corría en las competencias del colegio. Esos nervios que eran la evidencia palpable de que algo nos importa. Me encomendé a dios y gracias a él, y al azar, la clase me salió muy bien. Con los minutos me fui relajando, los alumnos participaban y se mostraban interesados. Incluso hubo momentos en que desperté sonrisas. Al final de la sesión, algunos se despedían agradecidos y yo respiré satisfecho. ¡Todo es cuestión de confiar en uno!                      

lunes, 1 de mayo de 2017

Diario de un profesor (44)

Imagínate que entras a un aula de clase y el salón es un alboroto: cuarenta chiquillos conversan bulliciosos soltando lisuras y sonoras carcajadas. Inicias tu clase y esperas que ellos, al verte dictar, guarden silencio. Pero no: prosiguen como si no existieras, como si fueras un fantasma, un ser invisible. Levantas la voz pidiendo silencio. Ellos se callan unos segundos, tal vez medio minuto, pero luego continúan conversando en medio de sonrisas cómplices. Ahora gritas exigiendo silencio, indignado, con los ojos desorbitados, casi sin aire y contemplas la risa maliciosa de algunos alumnos mirándose entre sí. Sientes que ellos huelen tu miedo y te van a hacer la vida imposible, te van a hacer perder los papeles, te van a volver loco... Me imagino que este es uno de los grandes miedos de un maestro. El miedo a no saber qué hacer ante un aula de muchachos malcriados que han visto en el profesor una víctima en la cual mostrar su crueldad. Es ahí cuando el profesor debe guardar la calma, respirar profundamente y pensar rápidamente qué medida tomar. Esa noche, seguramente, el profesor no podrá dormir pensando qué hacer, cómo solucionar aquel desbarajuste y preguntándose si tendrá el carácter para enfrentar la situación. Creo que si el docente tiene fuertes convicciones y actúa con el corazón y no con odio va a poder (sufriendo un poco) sacar adelante aquel salón de clases. Podrá enseñarles a esos chiquillos inmaduros a respetar al prójimo y a hacerse respetar. La base de toda convivencia sana es el respeto entre las personas, pues sin eso no hay nada. No creo, por tanto, que la solución sea gritar o carajearlos: eso solo produciría miedo y le cortaría las alas a los chicos sensibles que también pueden haber en clase. O solo les "enseñaría" a respetar por miedo y no por que les nazca. Por tanto, hay que buscar medidas más inteligentes, medidas que tal vez a corto plazo no ofrezcan una solución, pero que a la larga permitan formar seres pensantes y respetuosos. Por ejemplo, se me ocurre cambiarlos de sitio, conversar con cada uno aparte para hacerle entender su proceder, hacerles preguntas a los chicos que conversan demasiado, hacerlos exponer el tema en el cual estaban distraídos, etc. Claro, es un camino largo, muy difícil, pero el único que nos puede garantizar que estamos formando ciudadanos listos para vivir en sociedad y respetar al prójimo.