jueves, 30 de agosto de 2018

US OPEN 2018 y NUEVA YORK

Hace unos días, cumplí uno de mis grandes sueños. Viajé a Nueva York (ciudad que mi padre recorrió de joven en los 70s), asistí al torneo de tenis US Open y vi jugar a los más importantes tenistas, entre ellos el duelo entre el número 1 Rafael Nadal y el gran David Ferrer.

Aunque fueron solo cinco días (no tenía dinero para más pues Nueva York es una de las metrópolis más caras del mundo), fue una gran experiencia recorrer esta inmensa y fascinante ciudad. Nueva York es una urbe llena de inmensos edificios y comercios, en la cual la gente es competitiva por naturaleza y de modales algo rudos, donde la superficialidad va de la mano con la profundidad. Es decir, de los frívolos paneles multicolores y espectaculares del Times Square pasas al Central Park, un inmenso parque de 4 kilómetros de largo en el cual la vida brota de manera espontánea y ves a la gente correr, montar bicicleta, sentarse en el pasto sola o en grupos, a conversar, a besarse, leer un libro, etc. 

En Nueva York, en las grandes avenidas observas a la gente no caminar sino casi correr. Observas a las personas, de todas las razas y países del mundo, recorrer aquellas transitadas aceras. Observas a las mujeres y hombres más guapos del mundo y tal vez mejor vestidas y con gran actitud (y son altísimos, sobre todo los afroamericanos). Como dije, es una ciudad competitiva y aquí, percibí, que el más rudo o astuto es el que vence. Se nota a leguas la cultura competitiva de los estadounidenses. Asimismo, el calor de fines de agosto era por momentos insoportable, pero por las tardes ya se ponía un poco más fresco. 

En esos cinco escasos días, que pasé en un bonito hostel (en una habitación que compartí con nueve varones, a los cuales no conocí ya que solo llegaba para dormir), conocí además los puentes de Manhattan y Brookling (distritos de Nueva York); el río Hudson y la Estatua de la Libertad, ubicada en una pequeñita isla, mediante una embarcación (ferry) que recorría el río mediante un servicio gratuito; el Museo de Arte Moderno (MOMA), donde admiré cuadros de Van Gogh, Matisse, Cezanne, Gauguin y otros monstruos de la pintura. Asimismo, el World Trade Center, el homenaje a las Torres Gemelas, las calles Wall Street y Broadway, el Radio City Hall, el centro Rockefeller, la biblioteca pública, etc. Y todo lo hice tomando los trenes del metro (con una tarjeta de 32 dólares que me servía para toda una semana) y caminando hasta quedar exhausto. Iba acompañado de mi mapa de la ciudad, mi dinero, mi botella de agua, y solo paraba para comer panes con hot dog (2 a 3 dólares), sandwiches, pizza y helados (1.5 a 4 dólares). Esa era mi dieta, además de, en ocasiones, un plátano (0.75 centavos de dólar) o una manzana (1 dólar). 

El penúltimo día, viajé en tren al distrito de Queens donde se celebraba el US Open. Aunque gasté muy buen dinero ese día, creo que valió la pena, porque vi jugar a varios de mis jugadores favoritos y a otros no tan conocidos pero que también admiraba. Por ejemplo, observé a los españoles Fernando Verdasco y Felicano López, al italiano Paolo Lorenzi, a Gilles Muller (que lamentablente perdió en primera ronda con un jovencito italiano), al canadiense de 19 años Denis Shapovalov. En la mañana, el calor era insoportable y eso me impidió disfrutar al máximo, aunque tampoco la pasé mal. En la noche, acudí a la cancha principal del gran complejo deportivo del US Open, el Artur Ashe Stadium, y vi jugar, primero, a la gran Serena William, una leyenda del tenis femenino y, luego, a dos de mis más admirados tenistas: Rafael Nadal y David Ferrer. Aunque este último no atravesaba un buen momento, ese partido que presencié (y en el que terminó retirándose por lesión al final del segundo set) mostró a un Ferrer que dejó la vida en cada pelota y le estaba jugando de igual a igual a Nadal. Presencié algunas jugadas y puntos que me emocionaron y que me hicieron partícipe de la gran belleza del tenis. Luego me enteré, en boca del mismo Ferrer, que era su despedida de los Grand Slams. ¡Y yo estuve ahí! Por si fuera poco, antes de estos partidos, hubo un show musical de la cantante Kelly Clarkson, y el artista Maxwell, quien cantó el himno de los gringos. 

Aunque noté también cierta frialdad, recelo y falta de respeto en el trato de algunos trabajadores a los turistas, o ese querer sacar ventaja de uno (eso que aquí llamamos "la criollada"); también -como en todos lados- me encontré con gente educada y servicial. En otras palabras, en todo lugar se cuecen habas y Nueva York no es la excepción. Pese a eso, esta ciudad no te deja indiferente y hay que conocerla sin lugar a dudas. Es toda una experiencia. Eso sí, comprobé una vez más, o intuí, que mi destino no está afuera, sino aquí en el Perú, mi país, ese que me vio nacer.

Foto: Tomada de la BBC


martes, 21 de agosto de 2018

Mis amigos de 40 años

Hace un par de días, escuché que la cantante Madonna cumplió 60 años. Sí, sesenta años. Hace poco me di cuenta de que el cantante español Miguel Bose ya tenía 62 añitos y ,en un último video, noté cómo el paso del tiempo ya se reflejaba en su rostro. ¿No era ayer 1993, cuando cantaba "Si tú no vuelves"? Hago matemáticas, entonces él tenía 37 años y han transcurrido veinticinco años desde entonces. Pareciera que fuera ayer... Me percato también de que los artistas juveniles de mi niñez ya son hombres y mujeres acercándose a los 50. Luis Miguel, el galán de las adolescentes a inicios de los 90s, ya es un hombre de 48 años; la bella Thalía tiene 47; Ricky Martin, 47; Shakira, 41 y así un largo etcétera. Igual ocurre con nuestros artistas locales. El actor Diego Bertie, que era el hombre que hacía suspirar a las chicas, ha cumplido 51 años y su pelo ya es blanco; Christian Meier, tiene 48 años; la guapa periodista Denis Arregui, 45 años; Gianella Neyra, que era una adolescente cuando apareció en las novelas de Iguana, 41 añitos; la misma edad Gian Piero Díaz y Renzo Schuler; el periodista Beto Ortiz, 50 años; Gisela Valcárcel, 55 años. Nadie se salva del paso del tiempo. 

Lo mismo sucede en nuestro entorno más cercano, con nuestros padres, familiares y amigos. Por ejemplo, mis mejores amigos del barrio, ya son hombres de 42 años. ¿No era ayer, en 1994, cuando cumplieron 18 añitos y me mostraron orgullosos sus libretas electorales? ¿No era ayer, en 1992, que estaban en quinto de media y aún no sabían qué iban a estudiar? Y ahora eso lo veo con mis propios compañeros de colegio; estos meses, a partir de julio, han comenzado a cumplir, muchos de ellos, 40 años. Sí, cuarenta. Es increíble. ¿No fue ayer que culminamos el bendito colegio? ¿No fue ayer, en 1998, que teníamos 19 o 20 años? ¿No fue ayer que eramos unos mocosos malcriados y con barros?

Es cierto, a los 20, a los 25, a los 30, ya sabíamos que el tiempo corría de prisa, ya sabíamos que un día íbamos a comenzar a envejecer, pero lo que no sabíamos era que todo iba a ocurrir tan pronto y más rápido de lo esperado. No sabíamos que, en un abrir y cerrar de ojos,  como un pestañeo, íbamos a notar que, de pronto, habían transcurrido más de veinte años y el final de la juventud había llegado.

Diario de un profesor (60)


Hace un año, una profesora universitaria joven me contó que, cada ciclo que pasaba, se sentía más desgastada emocionalmente. Y que pese a las vacaciones que tomaba entre ciclo y ciclo, le demandaba más esfuerzo enseñar a jóvenes de 17 a 19 años. 

Hace dos semanas, una amiga, también profesora universitaria, me contó que había dejado de enseñar en los primeros ciclos para enseñar, en las noches, a jóvenes y adultos que ya trabajaban (de 25 años a más, en promedio). “Era demasiado estrés, ya no aguantaba”, me confesó ella, que dictó durante casi diez años un curso de Estudios Generales. “Ahora es más tranquilo”, me señaló refiriéndose a los estudiantes del horario nocturno.

Es cierto, conforme pasan los años, el docente comienza a sufrir el desgaste físico y emocional que realiza a diario. Pese a que ambas son buenas profesoras, tampoco escapaban a eso. ¿Qué formula contra esto? ¿Qué fórmula contra el desánimo, la pérdida de la pasión o la disminución paulatina de esta? No tengo la menor idea, salvo que la pasión, el amor a la enseñanza, nos puede ayudar a buscar maneras para reinventarnos, para aguantar los inevitables fracasos y frustraciones, y seguir en la brega.