domingo, 20 de mayo de 2018

La maratón (42 kilómetros)

Hoy domingo 20 de mayo, a mis 39 añitos, cumplí uno de mis sueños: correr y finalizar una maratón completa; es decir, recorrer 42 kilómetros y 195 metros de distancia. Aunque mi tiempo no fue bueno (cronometré 4 horas y 26 minutos cuando calculaba a lo más 4 horas y quince), me siento alegre y satisfecho de haber cumplido con la meta sin haberme detenido en ningún momento de la carrera.

A lo largo del recorrido, sentí el frío de las siete mañana, luego el  sol que comenzaba a despuntar y me hacía sudar a chorros. En otro momento, la neblina de la Costa verde, por Miraflores, nos invadió a los miles de corredores congregados; después, nuevamente el sol,  y así el clima se iba alternando y acompañándonos en nuestro recorrido. Los primeros 21 kilómetros me sentía fuerte y corría a ritmo de menos de seis minutos por kilómetro. Pero a partir del kilómetro 25 comencé a sentir el cansancio, las piernas las sentía pesadas, las rodillas agarrotadas y el polo de carrera lo sentía empapado, además del sudor que nublaba mi vista. Menos mal que cada 3 o 4 kilómetros había puestos de hidratación, donde jovencitos amables de la empresa organizadora (Movistar) nos ofrecían agua o gatorade. Incluso, a partir del kilómetro 21, recibí en tres ocasiones, cuando ya sentía las fuerzas reducidas y la voluntad que amenguaba, pedazos de plátano que masticaba con lentitud y placer, esperando que esto me diera energías extras para culminar la carrera con éxito. En otro momento, para distraerme, contemplaba los paisajes de mi Lima, los diversos distritos que recorrimos, por ejemplo, en San Isidro, me topé con el Country Club de Lima, aquel bella edificación a la cual -cuando fui un chiquillo de quince años- acudí a mi fiesta de pre promoción con una linda chiquilla que no supe valorar. También me distraía contemplando, en ciertos momentos, a los cientos y miles de competidores que corrían conmigo. Personas de edades, contexturas, tamaños, facciones de las más diversas. Personas del país como del exterior corriendo por un mismo objetivo. Y también, de vez en cuando, contemplaba alguna chica bonita con bonito cuerpo que se me adelantaba y me distraía con su belleza. 

La última hora y media de la carrera fue lo más dificil. Al llegar a las tres horas estaba exhausto, pero sabía que no podía detenerme. Veía a personas que caminaban, se detenían, más yo sabía que costara lo que costara, no podía detenerme. Podía bajar el ritmo, podía correr mucho más lento, pero bajo ninguna excusa podía pararme. Debía correr, bracear (mover las manos) y hacer que esa sombra de mi cuerpo proyectada en el asfalto, siguiera su rumbo. Al llegar a las cuatro horas, aún faltaban casi 4 kilómetros. Había personas en la calle que nos alentaban, que nos daban fuerza; madres con sus niños diciéndonos: "vamos, ya falta poco, ustedes pueden" o que nos ofrecían un poco de agua, trozos de mandarina o paños mojados. Y eso me ayudó a mí, y a muchos competidores, a seguir aguantando, a seguir peleándola; algo dentro mío me decía que esta no era una simple carrera, sino algo más: una prueba para hacerte más hombre, para crecer como persona, para aguantar los obstáculos de la vida. Y por eso, pese a que mi ritmo era lento, y veía que varios me pasaban, seguí en la brega. El último kilómetro lo hice con el corazón, más que con el cuerpo. Al contemplar a lo lejos la meta, sentir el aliento del público y escuchar la música que fluía de los parlantes, saqué mi última reserva de energía y aceleré un poco el paso. Los últimos metros los corrí con fuerza. Llegué a la meta destruido pero contento. El esfuerzo había valido la pena. Y un sueño se había cumplido.