Esa
tarde, Isabel la llamó para asistir a una reunión. ¡Vamos, Susana, no seas
aburrida, tal vez conozcas a alguien interesante!, le dijo. Susana la escuchaba
con escepticismo pero, al final, terminó por aceptar la invitación, pues le
pareció una mala costumbre el quedarse viendo televisión los sábados por la
noche, tal como había estado haciendo los últimos meses. Tienes veintiocho
años y debes divertirte, además hace tiempo que no sales, pensó ella.
Susana
era delgada, morocha, tenía unos ojos grandes de color negro y un bonito cuerpo.
Ella, desde hacía unos años, había entendido que eso del amor romántico era un
invento de las novelas y las películas. Y por tanto, la llegada de su príncipe
azul, del hombre con el cual compartir su vida, era casi una fantasía y más le
valía no hacerse vanas esperanzas. Al fin y al cabo, ya llevaba varios años
esperando y, salvo dos breves e intrascendentes relaciones, la soledad era su
eterna compañera.
Cuando
Isabel y Susana llegaron a la reunión, era cerca de las once. El lugar era una
amplia y acogedora casa en San Isidro. Dentro, unas veinte personas departían
en la sala, el comedor y la cocina. Isabel le presentó a sus amigos del teatro,
cuyas edades comprendían de los diecisiete a los treinta años. Susana se
instaló en uno de los grupos, junto con su amiga, y con una leve sonrisa empezó
a escuchar la conversación en torno a las obras teatrales del momento. Ella no
se sintió al margen, pues le gustaba mucho el arte y cada cierto tiempo acudía
a ver alguna función. Asimismo, esa gente poseía algo que le era afín: cierta
desenvoltura, pero a la vez timidez, y unas buenas vibras que lograba percibir
en el ambiente. Un par de vasos de cerveza ayudaron, también, para que ella se
sintiera más cómoda y segura.
Susana era una mujer soñadora e idealista. Así se definía ella. Toda su vida había soñado con un amor verdadero, con un hombre que la valorara por su interior y no solo por su belleza física. Por eso, ella, que era delgada y tenía unos bellos y exuberantes senos, sentía cierta vergüenza de estos, pues percibía que eran la razón por la cual los hombres se le acercaban.
A lo
largo de su vida, Susana había conocido algunos hombres a los que rechazó no
porque no le gustaran, sino porque su intuición le indicaba que no tenían
nobles intenciones. Sin embargo, la solución tampoco fue salir con personas
buenas pero no tan simpáticas (pues el amor parte de la atracción física,
terminó por concluir ella). Así, el tiempo había transcurrido tan rápido que a
sus veintiocho años, salvo un par de relaciones cortas que fracasaron porque no
estaba realmente enamorada, ya no creía en el amor y empezaba a resignarse a
una posible soltería. Por si fuera poco, le parecía difícil encontrar a un tipo
preparado e inteligente que tuviera una buena conversación (ella era abogada);
y nunca iba a aceptar, como en el caso de algunas amigas, ser la hembrita
o el vacilón de algún imbécil que rondara por ahí.
Susana, casi sin darse cuenta, se vio, en un momento, conversando con un chico en uno de los sofás de la sala. No sabía en qué instante Isabel y los demás habían ido a la mesa del comedor a servirse bocaditos. Él, tras acabar Susana su vaso de cerveza, le dijo que iba a traer una botella. Ella se quedó sentada y lo vio dirigirse a la cocina. Es simpático, ¿cuántos años tendrá?, pensó sonriendo. Luego, Luis Alberto –así se llamaba- regresó con la botella y le sirvió en su vaso; se quitó la casaca y se quedó con un polo sin mangas que mostraba unos fuertes y corpulentos brazos. A continuación, siguieron charlando de lo más entretenidos: él le contó que tenía veintiún años, que corría tabla y soñaba con ser actor. Ella lo escuchaba atenta y, de manera sutil, sin poder evitarlo, le miraba los labios y los bíceps: tenía unos labios delgados muy bien delineados y unos brazos rotundos. En cierto momento, Susana notó que él también le miraba los senos de manera torpe, pero sin malicia. De pronto, de lo más recóndito de ella, una suave y cálida sofocación comenzó a brotar de su cuerpo. Era como una salivación, como un latir acelerado que se propagaba lentamente por todo su organismo. Ella, por primera vez en su vida, sintió que todos sus principios y valores empezaban a tambalearse.
Era
cierto, Susana, que no te gustaba que te miraran como un objeto sexual y que,
por eso, escondías tus hermosos pechos. Pero, igualmente, era verdad que cuando
escuchabas las aventuras de tus amigas u otras mujeres, cierta envidia o
curiosidad provocaban en ti. Tú también, en el fondo, hubieras querido vivir
esas locuras, saber cómo se sentía tener un vacilón con un extraño o ser
la amante de alguien casado. Pero tú, tan firme, tan recta, tan idealista,
habías dejado eso escondido en tus más íntimos deseos y esperando a que llegara
el hombre que hiciera olvidarte de esas tonterías.
Ahora
Susana estaba ahí junto a ese muchacho y un dulce fuego encendía su cuerpo.
Luis Alberto, ya casi pegado a ella, le hablaba al oído como si fuesen amigos
de toda la vida. Le decía bonita, preciosa y otras palabras similares, y ella,
halagada y sorprendida por la seguridad de aquel, se percibió como una mujer
indefensa frente a un hombre fuerte que, sin embargo, era casi un niño. Pero esto la excitó más. El solo pensar que
le llevaba siete años y que cuando ella tenía 20, él era un mocoso de 13, la sedujo.
Además, era él quien llevaba la iniciativa y Susana, sin oponer resistencia
(ella que tantas veces lo había hecho sin vacilar), se dejaba abrazar y recibía
besos en la mejilla, y únicamente atinaba a reírse y a sentirse necesitada de
protección, tal como una niña de su padre. De pronto, él le dio un beso en la
boca y Susana no dijo nada; por el contrario, le gustó la osadía de ese joven
que acababa de conocer (ella que había puesto en su sitio a tantos hombres buenos).
Al poco rato, se vio envuelta en cálidos y apasionados besos, mientras sentía los
brazos de aquel cogiéndola por la cintura. Sin embargo, repentinamente, se
sintió avergonzada, pensó en lo que dirían su amiga y toda la gente de la
reunión. Le retiró la boca a Luis Alberto y le dijo que quería ir al baño un instante;
se levantó entonces del sofá y caminó hasta allá.
El
baño, que estaba en un pasadizo algo apartado, se encontraba vacío. Susana
entró y cerró la puerta. Miró su rostro en el espejo y con una toallita se
limpió el leve sudor. Se miró una vez más y entendió que debía parar aquello,
pues estaba mal y, además, todas esas personas podrían pensar que era una zorra. ¡No puede ser!, exclamó; mas a
los pocos segundos, resurgió su excitación, su deseo por ese chiquillo guapo y
musculoso que la esperaba ahí afuera, y que la besaba, la acariciaba y le decía
palabras bonitas. En ese momento, se notó débil y sin saber qué hacer. De
pronto, escuchó que tocaban la puerta; ella se apresuró en salir. Abrió a
medias y vio que Luis Alberto entraba al baño, la cogía de las manos y, sin
resistencia alguna, la atraía hacia su cuerpo hasta besarla apasionadamente.
Él, inmediatamente, cerró la puerta y le hizo un gesto cómplice para que
guardara silencio. Ella dibujó una media sonrisa. Ahora él le tocaba sus muslos
y su trasero, mientras ella lo abrazaba y le acariciaba el cabello. Luego,
sintió que la apoyaba contra la pared de azulejos celestes y le desabotonaba la
blusa para lamerle los senos. Susana no atinó a decir nada, solo cerró los ojos
y se dejó llevar por el placer que la iba envolviendo (nunca imaginó, hasta ese
momento, lo delicioso que se podía sentir haciendo algo prohibido). Advirtió,
después, que le bajaba la falda y el calzón y le pedía que se pusiera de
espaldas apoyándose en el lavamanos. Ella, dócil, así lo hizo, en tanto él
empezaba a penetrarla, y Susana gemía en silencio mientras veía en el espejo su
rostro colmado de placer y recordaba, como una lejana imagen de la infancia,
aquel tiempo en que pensaba que solo se entregaría a un hombre por amor.
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