Luego
de la fiesta, seguí visitando la casa de Kenji y, por supuesto, saludaba a Dana
cada vez que la veía. Ella me dijo, un día, que le había gustado mi “cartita” y
yo le respondí “¡qué bien!”, pero no me atreví a decir nada más. La verdad es
que no encontraba el momento adecuado ni el valor suficiente para confesarle mi
secreto: que me moría por ella. Y así pasaron dos largos meses.
A
inicios de noviembre, un sábado en la noche, recibí una llamada de Kenji. Me
invitó para ir a una fiesta junto con su nueva enamorada (que no era bonita),
su hermana y una amiga de ella. La fiesta era en su ex colegio, Magister, que quedaba cerca al
hipódromo.
Esa
noche de la fiesta, la recuerdo como si hubiese sido ayer. Luego de bailar con
Dana un buen rato, nos sentamos exhaustos en el patio. Su amiga se acababa de
ir y Kenji y su enamorada habían desaparecido. Estábamos los dos solos conversando
y la abracé. Ella dejó que mi brazo se posara sobre su hombro. Una canción de
Oasis (“Wonderwall”) sonaba en ese momento. Después seguimos charlando, pero,
no sé por qué, no le decía lo que en verdad quería. “Ahorita le digo”, pensaba
yo, mas no lo hice y solo la abrazaba y le hablaba nimiedades. A la media hora,
Kenji apareció y nos pidió que saliéramos: su padre nos iba a recoger. Ya fuera
del colegio, mientras esperábamos, Kenji me miró con gesto adusto, como
diciendo: “¡No me digas que no le dijiste nada! ¡Qué huevón!”. Y observé a Dana,
también circunspecta, que parecía señalarme: “¡Qué monse!”. Fue entonces que
comprendí que esa reunión había sido planeada por mi amigo (¿y Dana?) para que
yo me declarara. Esa noche, no pude dormir.
***
Después
de aquella fiesta, ya casi no tuve oportunidades. Y Dana ya no me miraba igual.
Yo seguía, por supuesto, visitando la casa de Kenji y a veces la veía y la
saludaba, pero no había siquiera un momento en que estuviésemos solos y
pudiéramos conversar. Y así pasaron los días, los meses y el año. No obstante, cada
día que pasaba, yo la quería más.
Había
noches, en mi habitación, que soñaba despierto que los dos bailábamos “El baile
y el salón” del grupo mexicano Cafetacuba: “Yo
que era un solitario bailando/me quedé sin hablar./ Mientras tú me fuiste
demostrando/ que el amor es bailar”. Y yo, al compás de la melodía, la
cogía de la cintura, la miraba fijamente a los ojos (de caramelo), pegaba mi
nariz a su nariz y, por fin, la besaba.
En
verano, su familia me invitó al Club El Bosque todo un fin de semana. Hubo una
mañana, en que vi a Dana sola jugando básquet en una cancha. Me acerqué y le
dije para acompañarla. Estuvimos jugando unos veinte minutos, mientras
charlábamos un poco. Sin embargo, la conversación era protocolar, superficial. Ella
se mostraba distante conmigo, como si ya no le interesara. El domingo en la
tarde, que regresé a mi casa, me sentí triste al ver que ella partía en el
carro de su madre; mientras Kenji y yo, íbamos en el auto de su padre. Ni
siquiera nos habíamos despedido.
***
Pero
yo…pero yo…seguía muerto de amor por Dana. Para entonces, ya me había cambiado
de universidad, en las notas me iba fatal (no tenía ganas de estudiar) y me
sentía desorientado, sin rumbo. Un año después de la fiesta en que le mostré mi
interés a Dana, su hermano me avisó que festejaría su cumpleaños en su casa. Al
escucharlo, me prometí que ese día me sacaría el clavo.
Esa noche
llegué decidido a todo. Grande fue mi sorpresa cuando no la encontré. Esperé en
vano, pero nunca apareció. Luego Kenji me informó que ella se había ido a un retiro
religioso de su colegio o algo así. Lo curioso es que ese día, que estaba tan
triste por no verla, terminé, no sé cómo, besándome con una chica que no
conocía. Casi toda la fiesta, estuvimos en la salita, en penumbra, besándonos
y, por un momento, me llegué a olvidar de Dana. Sin embargo, cuando nos
despedimos y me quedé con mis amigos, que empezaron a burlarse de mí, sentí
pena al pensar en ella.
***
Era veinticuatro
de diciembre de 1997. Había transcurrido un año y cuatro meses de la fiesta de
sus quince años. Y un año y dos meses, de la fiesta en que no me atreví a
declararme. Estaba en mi cuarto, solo y aburrido, esperando la llegada de la
Navidad (que cada vez tenía menos valor para mí) y solamente tenía cabeza para
pensar en Dana y recordarme lo pánfilo que fui. Ese día, a las seis de la
tarde, decidí, movido por un impulso repentino y hastiado de mi cobardía, a hacer
eso que tenía pendiente conmigo mismo.
Me
cambié rápidamente, cogí una carta que le había escrito y un cassette con una canción dedicada a ella
(“Ángel” de John Secada), y me dirigí a su casa. Recuerdo que era de noche
cuando llegué. Me sentía envalentonado. Toqué el timbre y salió Kenji. Le dije
que quería hablar con su hermana, que si podía llamarla. Ella apareció de
inmediato. La saludé y le dije para salir un momento, que tenía algo importante
que decirle.
Fuimos
a un parque que estaba cerca de su casa y nos sentamos en el césped al pie de un
árbol. La tenue luz de un poste nos iluminaba. Le entregué la carta que le había
escrito y el cassette con la canción.
“¡Espero que te agrade!”, señalé. Luego, sin mayor preámbulo, invadido por una
repentina seguridad y la urgencia de expresarme, le confesé, mirándola a los
ojos, que me gustaba, que la quería desde hacía tiempo, e intenté besarla. Sin
embargo, ella me retiró el rostro educadamente. Se quedó observándome unos
segundos y me dijo que estaba sorprendida, que no se lo esperaba. Menos ahora. Yo
me disculpé y le recalqué que estaba interesado en ella, que siempre lo había
estado. Tras una pausa, Dana sugirió que saliéramos para conocernos más, ya que
a pesar de que nos conocíamos cerca de dos años, en el fondo no sabíamos qué
tal nos llevábamos. Yo terminé por aceptar su propuesta y decidimos salir luego
de las fiestas.
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