martes, 30 de diciembre de 2014

Diario de un profesor (10)

9/12/2014
No hay clase en la que no me acompañe mi botella de agua. La necesito sí o sí. Recuerdo uno de las primeras clases que dicté y recuerdo que la boca y la garganta se me secaron. A la hora o dos horas de hablar ya no podía más y no veía la hora de tomar un vaso de agua que me refrescara. A partir de entonces, asisto a clase, religiosamente, con mi botella de agua (que me cuesta 1 sol o 1.20. Compro la marca Cielo o Vida). Y hago uso de ella varias veces a lo largo de la clase. Tal como un deportista lo hace antes, durante y después de un partido.


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"¿Y su galletita, profesor?". Así me interrogan con cariño algunos colegas en el instituto donde enseño. Y es que siempre me ven con un paquete de galletas a la mano. Siempre me ven llevándome a la boca alguna galleta o sánguche.

Hace un año recuerdo haber estado en clase, una clase complicada, y de pronto sentí como un mareo, como un vahído; sentí mis pies trastabillar y casi caer desmayado. Precisamente, esa mañana no había desayunado, salvo un vaso de yogurt. Desde entonces, trato de alimentarme bien y por eso siempre paro con algo de comida a la mano. Porque así como un carro necesita su gasolina para poder andar y no se le apague el motor; el profesor necesita estar bien alimentado para poder rendir.

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