jueves, 20 de agosto de 2020

Una historia

1 de marzo

Estoy en el aeropuerto sola. Son las 12 de la noche y mi vuelo sale a las 6 de la mañana. Observo a la gente a mi alrededor. Seguramente, a mí también  me observan disimuladamente. A mi costado, sobre una mesa de madera, un café humeante me acompaña. Veo que la gente hace cola en el patio de comidas para degustar un sánguche, un cuarto de pollo, una dona, una pizza. Gente de todas las edades y razas, con rostros risueños o adustos, sentados o parados, con grandes equipajes o pequeños bolsos, conversan o simplemente observan. Un grupo de cuatro jóvenes, posiblemente italianos, juegan cartas y sonríen animados. A mi lado derecho, una pequeña y joven mujer, de traje azul y amarillo y el cabello recogido, recoge la basura en un pequeño carrito que empuja con las manos. Al frente mío, una mujer madura, de blusa blanca y chaleco naranja, toma un café con una dona seguramente en medio de su descanso. Un joven de menos de 30 años, el cabello corto, camina de un lado a otro con su pequeño hijo en los brazos. Es verano en Lima y el calor se siente incluso en la noche. A mi lado izquierdo, una joven pareja se sienta con una bandeja de pollo y papas fritas. Y la gran mayoría, ensimismados, como zombies, en sus celulares seguramente observando sus redes sociales.

Seguramente se preguntarán a dónde viajo. Pues a Cajamarca, una provincia al norte del Perú, en la sierra. En los últimos años, desde que cumplí 30, he viajado bastante. He conocido Arequipa, Iquitos, Cuzco, Apurímac. Y del extranjero, Buenos Aires, Río de Janeiro, Madrid, Roma, Florencia, París y Nueva York. Antes, en mis veintes, no tenía el impulso de viajar, pensaba que no era necesario para encontrar el sentido a la vida o a mi vida. Sin embargo, eso cambió con la llegada a los 30. Seguramente sentí, como usted lector, que me estaba volviendo vieja o simplemente el reloj de la juventud comenzaba a correr. Entonces, al menos una vez al año, compraba un boleto de avión o un ticket de bus y partía a un lugar desconocido. En un aeropuerto, en cuestión de minutos u horas, te topas con gente diversa, con la que nunca más te volverás a encontrar, y tan pronto como te percatas de su existencia, al intercambiar miradas fugaces o una breve conversación durante la larga espera, desaparecen, se esfuman como por arte de magia. Por ejemplo, el joven simpático que hace cinco minutos comía una pizza frente a mí, que tenía los labios gruesos, bien delineados y la frente amplia, ha desaparecido, y ahora, en el mismo lugar, dos chilenos y una chilena, con aquel característico cantito, comen también la misma pizza caliente de aquel joven que nunca más volveré a ver.

Les confieso algo. Hoy cumplo 36 años. Bueno, al mediodía los cumpliré. 12 y 32 a.m.  para ser exactos, tal como indica mi partida de nacimiento. Arriba mío, una lámpara de techo me enceguece con su luz fluorescente. En la mesa de madera, restos de azúcar, del café que tomo, nacen desperdigados junto a una servilleta. Y un macetero pequeño luce unas plantas de tallos delgados y hojas largas, que sirven de separación con quienes se sientan frente a mí. Como les decía, hoy cumplo años y viajo sola a Cajamarca. No crean que soy solitaria o ermitaña, he realizado varios viajes con grupo de amigas, con alguna expareja o alguna amiga, pero también lo he hecho sola, y me parece una experiencia que vale la pena. En esos cinco o seis días que dura la travesía, se vive intensamente, y acumulas experiencias que quedarán grabadas por siempre en la memoria.

Veo la hora: es la 1:30 a.m. Es tiempo de pasar a la zona de embarque.


                                                                             ***

Mayólicas blancas relucientes que reflejan los fluorescentes de la amplísima sala de embarque. Frente a la pantalla del televisor que indicará la puerta de embarque de mi vuelo, espero sentada en un cómodo asiento de cuero negro y base metálica. La sala de embarque, a las 2 a.m., luce semivacía y, salvo por la música de moda tenue que fluye por los parlantes,  las tiendas de platería y comidas bien iluminadas, un halo de animosidad le confiere a la escena. La gente, sola o en grupo, busca algún asiento algo alejado, que le dé momentánea privacidad, para poder recostarse a descansar, ver algún video en su celular o comer algún bocadillo. Una mujer joven, con una gran mochila en la espalda, llega con una mascarilla que cubre su boca y se sienta frente a mí. Es el coronavirus, una epidemia que se originó en China y se ha esparcido en el último mes a Europa, y esta semana, ha llegado a América Latina.

Al observar trabajando al personal de limpieza, con sus pantalones azules y camisas celestes, al joven del counter de información, a la muchacha que atiende en el Starbucks, al carrito con luz titilante que se desplaza por la pista de aterrizaje, uno entiende que hay vida mientras la gran mayoría se entrega a las manos de morfeo. 








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